Algún día me gustaría realizar una encuesta a unos cuantos escritores vivos. Aunque deseo aclarar que la pregunta que les haría, no versaría acerca de sus libros favoritos sino más bien, respecto a los que les hubiera gustado escribir y sobre todo, cuáles piensan que pudieran haber escrito en otras vidas. Básicamente, porque entiendo que, en gran medida, resolver esta interrogante nos diría mucho más sobre su personalidad y su estética que un recuento de sus textos preferidos.
En mi caso, la respuesta es muy clara. De entre todos los libros que han existido y existirán me sentiría satisfecho y honrado sin dudas de haber podido escribir cualquiera de los cuentos de Las 1001 noches. Aunque realmente, no creo yo haber participado en otra vida a su creación. Ese lugar lo ocuparía, sin ninguna duda, el exótico y excéntrico Manuscrito encontrado en Zaragoza de Jan Potocki. Tanto es así que, en determinados momentos, he sentido que yo había sido aquel inquieto conde polaco que acabó con su vida, suicidándose. Pero antes nos legó, entre otras obras, este cofre literario lleno de suaves perfumes y ensoñaciones que llamó mi atención desde sus primeras líneas y -repito- no me hubiera extrañado en absoluto, haber compuesto hace varios siglos.
Ciertamente, Manuscrito posee muchas de las características que amo en todo texto literario: una libertad torrencial de tal grado que, por momentos, la historia parece improvisada y estar haciéndose y rehaciéndose continuamente ante los ojos del lector; una estructura laberíntica llena de continuas sorpresas, espejismos, sobresaltos y guiños de naturaleza cabalística que hacen de su lectura una experiencia mágica y rara; y por último, una majestuosa sensualidad. Una decadente imaginación llena de florituras, arabescos, guiños románticos y símbolos excéntricos que idealiza la cultura árabe y el sur de España, convertido aquí en una especie de jardín telúrico insondable poblado por gitanos, endemoniados y bravíos galanes. Lo que produce que muchas veces, más que leyendo un libro, parezca que estamos observando una bola de cristal, o un minúsculo velero viajando en una botella por los mares.
Podría dedicarle sin problema alguno varios averías a este texto.Pues es uno de los más libres y raros que conozco. Posee esas dos características que amo: libertad y extrañeza además de un enorme talento literario.
Potocki sublima la cultura oriental, convirtiendo cada párrafo en el azulejo de una mezquita y cada página en una calle de una Medina. El manuscrito es puro jazz literario siglos antes de la invención del jazz. Una narración que, más que compuesta por un ser humano, parece haber sido escrita por un effrit o, al menos, haber sido creada para el goce y disfrute de un demonio juguetón.
El manuscrito, desde luego, no es una narración clásica. Huele a muerte y anticipa el romanticismo y el decadentismo. Es un soplo de perversa imaginación. Un libro vivo con dientes de ángel turbio, lleno de guiños a un sinfín de culturas de tal modo que en ocasiones, parece estar invocando el espíritu de Miguel de Cervantes; en otras, el alma de los relatos árabes; y en ocasiones, homenajear hasta el límite el espíritu de la novela sentimental. Siendo además un texto que admite lecturas esotéricas y enaltece a las razas migrantes y a los pícaros. Honra la carne y la pasión en medio de páginas parecidas a sábanas angélicas. Mantos de santos teñidos de deseo sexual. Una maravillosa locura en definitiva.
Hace varios meses, por cierto, contemplé la adaptación de este conjunto de historias realizada por Jerzy Wojciech y francamente, he de reconocer que me sorprendió. Porque el film es asombroso. A su manera, recoge perfectamente el espíritu del libro, convirtiendo su visionado en una experiencia atemporal. Un encuentro en cualquier parte con un granel de espíritus que parecen más vivos que la mayoría de almas que nos rodean habitualmente. Lo más parecido a contemplar cómo cobra vida una de esas bellas estampas grabadas en platos de cerámica, paquetes de tabaco o botellas de vino antiguas. Shalam
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