Como he comentado en alguna ocasión, suelo leer muchos libros al mismo tiempo. En ocasiones, he tenido abiertos más de veinte y he intentado terminarlos todos. Unos los he finalizado en varios días y otros, al cabo de un año o dos. No sé cómo me habitué a leer así. Tal vez esto sucediera debido a mi temprano amor por los cómics. Entre los que yo compraba y los que me prestaban mis amigos, podía reunir yo unas once o doce colecciones al mes. Por lo que, muy pronto, me acostumbré a saltar de un argumento a otro sin prejuicios. De no haber sido de esta forma, no hubiera podido continuar leyendo esas historias que me absorbían y postergaban varios meses su final. Algo que consiguió que comenzara a familiarizarme con una sensación: la incertidumbre del futuro y entendiese el misterio como una parte insustituible de la vida que habría de solucionarse a su debido tiempo -si es que lo hacía- y no cuando yo lo quisiera. Actitud que me ha hecho, por ejemplo, vivir la actual edad de oro de las series de televisión sin tensión ni problema alguno. Por lo general, voy alternando los capítulos de series distintas sin dificultad, sin temor a haber olvidado el argumento, o no poseer empatía con sus personajes. Pues al contrario de lo que pudiera pensarse, me parece que de esta manera, respeto aún más las leyes no escritas de la creación. Y permito que se produzcan en mi cerebro, conexiones novedosas, inéditas, en algún caso originales, que no estaban previstas por los creadores de las obras que disfruto.
Sin dudas, Internet ha sido al menos para mí, el medio ideal a través del que desarrollar hasta sus últimos límites esta forma de aproximarme a la realidad y el arte. Uno de los pecados que hasta ahora no he confesado pero con los que más me complazco es mi costumbre de ver dos o tres películas a la vez. No lógicamente en el mismo momento. Pero sí alternativamente. Es decir; pasando de contemplar diez o quince minutos de una a observar otra durante un tiempo similar. A continuación, volver a la primera y más tarde, proseguir con una nueva. Esta práctica también suelo realizarla con algunos de los discos que escucho pero eso sí, de una forma un tanto diferente. Pues, en este caso, lo que suelo hacer es mezclar al mismo tiempo uno, dos o tres Lps para estimular mi creatividad. Obviamente, esto no tiene mucho sentido con grupos de patrones rítmicos sólidos o muy diferentes como, por ejemplo, Ramones o Krafkwerk. Es evidente que si escucho dos temas de estos músicos a la vez, se van a solapar mutuamente y no conseguiré extraer más que confusión o disarmonía. Pero sí que puedo realizarlo con artistas como Trevor Jones, Fela Kuti, Jhon Zorn, Sun Ra, Frank Zappa, Ennio Morricone, Stockaussen o Schoenberg cuya música -no toda, pero sí algunos discos concretos- permite y, a veces, hasta me atrevería a decir que solicita ser escuchada en combinación con otros sonidos para desarrollar sus capacidades hasta el límite.
Escribo yo, por ejemplo, este texto mientras escucho la fantástica banda sonora realizada por Trevor Jones para el enigmático film de Alan Parker, El corazón del ángel, junto a la melodía que Angelo Badalamenti utilizara en Una historia verdadera de David Lynch, y puedo asegurar que la combinación es letal. De ahí surgen notas, pasajes musicales inéditos, combinaciones sonoras increíbles, inverosímiles que ahondan más en el misterio que reflejaban cada una de las partituras originales en soledad. Las imágenes que llegan a la mente no lo hacen ordenadamente, con rigor o precisión sino de manera libre, desordenada y caótica pudiendo atraparnos por sorpresa; de una forma que, en ningún caso, hubiese sido posible de haber accedido a la obra de forma original. Si ambas creaciones tienen ya de por sí un amplio carácter evocativo, en este caso, todavía se extrema más. Y en ocasiones, incluso creo estar escuchando una pieza musical unida, sin fisuras, compuesta por un abstruso genio procedente de un siglo futuro. Un tratado sonoro creado por marcianos cuyo significado y sentido apunta al infinito, y refleja un paisaje en proceso de cambio constante; como si se tratara del orgasmo conjunto de dioses de varias religiones que no se hubieran conocido hasta ahora.
Sí. Ya sé que durante todo el siglo XX, diversos movimientos vanguardistas aludieron a la fusión de creaciones distintas para la construcción de la obra de arte total, andrógina e infinita. Pero muy pocas personas han tomado este camino cuando es ahora, gracias a Internet, accesible a todos. Y desde luego, me parece que sería muy positivo ahondar en él para conseguir instalar un tiempo alternativo, orgásmico y risueño que ayudara a la población occidental a desinhibirse. Acabara con sus miedos o al menos los aminorase y le devolviera la dignidad -dígase, en este caso, la creatividad- que las religiones y gobernantes desde hace siglos le han intentado vedar. Amarrándola como al ser que aparece en la carta XII del tarot de Marsella, Le pendu, a una estructura de la que se ha hecho dependiente y esclava hasta tal punto que ahora le resulta imposible ponerse en pie y afrontar la vida de cara pues tal vez crea que de hacerlo así, muera. Cuando, en realidad, lo único que ocurrirá es que se transformaremos y volveremos a evolucionar.
Supongo además, que uno de los atributos la era Acuario en la que acabaremos sumergiéndonos totalmente antes o después, es que nos permitirá alcanzar una visión abierta del ser humano y, por tanto, concebir cada una de sus creaciones como un aporte esencial para la reconstrucción del rostro divino. Aquel que se encuentra más allá de las estrellas y más acá de éstas. En nuestros corazones y en los cielos al mismo tiempo. Al igual que una de esas composiciones de Miles Davis, capaces de expandirse y contraerse hacia todos los espacios y hablarnos del futuro sin dejar de referirse a nuestro pasado; o de suprimir el tiempo a través de un saxofón que nos sitúa más allá de allá de las leyes. ¿Quién sabe? Tal vez todo lo que esté afirmando sea equivocado. Pues de algún modo, parece que hemos olvidado para qué estamos vivos y como el protagonista, Harry Angel, de la novela El corazón del ángel de William Hjorstberg, no sabemos quién somos por más que lo afirmamos a gritos diariamente, casi con desesperación. Consiguiendo así que los planes del diablo, ese ser cuyo dedo acusador marca el camino de tantos ciudadanos occidentales, se cumplan.
Recuerdo ahora la primera vez que tomé conciencia de la música como una experiencia ancestral y del dj como un chamán. Fue un sábado a la noche en una tienda de discos regentada por un anárquico y rebelde muchacho que organizaba sesiones musicales allí. Por un módico precio, uno podía beber, consumir marihuana, comer algo y dormir en un saco si llegaba al límite de su resistencia física. Pero lo esencial, en este caso, era la música que pinchaba el dj en el medio de todos nosotros. La primera media hora fue fascinante. Una melodía tenue al piano se mezclaba con el sonido distorsionado de varias guitarras y de un avión, procedentes de un disco de Tangerine Dream. Inmediatamente, sentí que todos los que nos encontrábamos allí dentro volábamos y que estábamos invitados a un viaje en el que descubriríamos ciertos aspectos y detalles tanto de nosotros mismos como del mundo en que vivíamos. Y, en cierto modo, así fue.
Tal vez en otra ocasión comente más profusamente esta experiencia. Puede que cuando comience a corregir El arte del ruido que, de forma indirecta, hacía referencia a ella. Baste ahora decir que, desde mi primera asistencia a lo que luego comúnmente -y ya habiéndolo restado todo su carácter experimental-, se llamaría chill-out, soñé con tener los medios para hacer de mis días y mis noches un viaje tan intenso y revelador como el que experimenté aquel día. Y que, gracias a la aparición de Internet, esto ha sido posible. Dado que uno dispone de todos los discos posibles al alcance de un solo click.
Ahora mismo por ejemplo, combino la banda sonora ya citada de Trevor Jones con la de Ennio Morricone para La cosa de Jhon Carpenter y el resultado es espectacular. Atmósferas aterradoras, tenebrosas se fusionan por un instante y desaparecen mientras un saxofón se eleva desde el fondo de lo que parece una batalla épica cuyo resultado se modifica sin cesar. Sobrevuelan mis oídos unos teclados espectrales, gélidos sobre los que se escucha la voz de Mickey Rourke contestando al teléfono antes de su primer encuentro con Lucifer y una espectral melodía que refleja el pavor de unos soldados perdidos en la Antártida ante la aparición de un monstruoso engendro. Siendo el resultado tan espectacular que todo me parece posible. Algo que, en el fondo, es la primera y última lección de toda obra de arte, cuya misión, en cierta manera, consiste en hacernos ver y experimentar de nuevo todas las posibilidades que se abren ante nosotros por el mero hecho de estar vivos. Justo, en efecto, la actitud que necesitamos en tiempos de política represiva, pobre, ineficaz e imposibilitada para engrandecernos. Lo que tal vez no sea del todo negativo. Porque, de alguna manera, la ceguera actual del poder es la señal que necesitamos para transformar un sin fin de perversos sistemas políticos, simulacro de una democracia real, que aplazan la felicidad por la seguridad. Y por tanto, nos impiden investigar, componer y dejarnos ir entre los pasajes de las melodías que más amamos y añoramos. Impidiéndonos ser los djs de nuestro mundo. Shalam
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Los ojos no sirven de nada a un cerebro ciego
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