Hace unas semanas me refería a la eliminación del servicio militar por parte del gobierno de José María Aznar como otra de las decisiones estratégicas llevadas a cabo para adocenar a la población e ir introduciendo sus ideas sin el peligro de fuertes estallidos sociales. Ha habido obviamente decenas de medidas más pero entre ellas, me gustaría destacar otra: la sutil y reiterativa introducción de la estética gay en todos los ámbitos culturales y sociales como un medio de afeminar al varón y atenuar sus instintos bélicos y guerreros. Calmar sus posibles deseos de rebelarse.
Resulta difícil referirse a este tema porque parece que se encuentra uno en contra de los homosexuales por criticar esta estrategia decisión política pero en absoluto es así. Todo lo contrario. Algunos de mis más queridos amigos como varios de mis más admirados artistas disfrutan de esta condición y me siento muy honrado de tenerlos cerca. Y por supuesto que estoy en contra de cualquier discriminación a este colectivo como a cualquier otro. Más bien, lo que me interesa es aludir al progresivo afeminamiento de los varones heterosexuales. Me interesa resaltar básicamente que en absoluto fue casual la ebullición homosexual de las últimas décadas en España, impulsada por el frenesí sexual de los 80, la Movida y personajes como Pedro Almodóvar que fueron un suculento e inesperado festín y arma para los intereses del sistema. Recuerdo por ejemplo que, llegados a un límite, parecía que convertirse en homosexual significaba ser «cool» y cualquier persona debía animarse a probar las delicias de su propio sexo y por todas partes aparecían y se veía a modelos homosexuales de cuerpos fibroso en posturas insinuantes convertidos en buena medida en símbolos a seguir por los varones heterosexuales en el transcurso de la frívola fiesta vivida en España durante las dos últimas décadas. Los programas televisivos se llenaron de ellos así como las portadas de revistas y de cine y de música donde siempre había un muchacho que declaraba su condición sin tapujos. Y lenta y progresivamente, casi sin hacer ruido, varones de pelo en pecho se planteaban depilarse o compraban ropa que hubiera avergonzado ponerse a sus abuelos en Zara y sabían los nombres de modistos como Versace o Armani que, en esencia, diseñaban para mujeres y un hombre sofisticado y ambiguo y sensual muy próximo al homosexual. Algo que por supuesto no era casual. Como tampoco lo era la exacerbación de un mujer independiente y feminista que comenzó a ocupar ciertos espacios del imaginario del poder, lugares de trabajo hasta entonces impensables, como queriendo resaltar que el hombre tradicional estaba de capa caída, iba poco a poco en retirada y debía adaptarse a unos nuevos tiempos más sensuales: arrojar las armas, domar al animal, olvidarse de rugir como un tigre, de pelear en un ring -el boxeo comenzó a prohibirse en los mass-media- como un jabato para proteger a su familia o de recabar el alimento necesario para alimentarla.
Posiblemente, porque una de las pretensiones del globalismo actual radique en que los hombres y mujeres vivamos en cierto modo aislados los unos de los otros, confinados a deseos imaginarios para así destruir el núcleo familiar. Que no tengamos más hijos y recurramos a la masturbación adolescente como primer y gran medio de satisfacción sexual. Pues aislándonos en medio de esa especie de cárceles de lujo que son los edificios modernos, nos deja indefensos e incomunicados para luchar contra las medidas que impulsa. ¿Cómo se iban a plantear por ejemplo los hombres pelear cuando esto no era en absoluto cool y la moda y la ideología dominantes inducían a la contención, la degustación de un Martini, la compra de ropa; en definitiva, ser atrapado por los artificios de la seducción?
En fin. Hubo distintas balas que las élites neoliberales lanzaron sobre la población para imponer la estética gay y habría que escribir un libro para resumirlas todas pero me parece que hubo dos que fueron centrales: la música disco y el consumismo.
La primera pasó de ser patrimonio de la raza negra, orgiástico ritmo que invitaba a la cópula y al sexo, a convertirse en un enorme bucle repetitivo e involutivo. Fue mutando a ciertos tonos cálidos e intimistas que invitaban a la introspección y al ensimismamiento. Devino muchas veces en una melodía abstracta que giraba sobre sí misma e invitaba a la masturbación intelectual y física. Se transformó en un foco que subvertía el deseo para reconvertirlo hacia el narcisismo. Primando los valores estéticos por encima de cualquier ética hasta convertir a los varones o bien en sujetos asexuados o en polisexuales. Apolíticos y escépticos centrados únicamente en las bifurcaciones del deseo.
En realidad, algo parecido -aunque lógicamente con matices diferentes- había sucedido previamente con el rock. Estilo que sirvió al sistema en Occidente para canalizar y encauzar las desenfrenadas energías de los jóvenes. Conseguir que, al concentrarse y consumir sus fuerzas escuchando sus guitarrazos, se centraran en copular o gritar en el foro artístico y se olvidaran de la política. Dejando consiguientemente una gran cantidad de espacios libres para que las élites pudieran continuar sus planes establecidos. En un momento en el que la cultura de masas estaba explotando y desarrollándose hasta límites insospechados, el rock y el pop sirvieron para tener entretenidos a las multitudes. Y en este sentido, la música disco terminó de completar el círculo pues ahondó todavía más en el hedonismo, el culto al yo y el individualismo dentro de una cultura en la que primaban drogas que o bien destruían el sentido de la realidad (trips) o bien potenciaban los límites del yo hasta límites incalculables (cocaína). De hecho, llegados a un punto, se tornó en un estilo lo suficientemente ambiguo y demoledor como para aglutinar en torno suya todo tipo de tendencias y motivaciones entre las cuales se fue introduciendo sutil, camufladamente la «gay». Un ardid muy inteligente. Pues presentando el «territorio disco» como un lugar opuesto al rockero -territorio franco de heterosexuales- donde todas las opciones eran admitidas y existía una suprema libertad, se pudo inocular en el individuo occidental las necesarias dosis de medicina que faltaban para anularlo.
En gran medida, las discotecas por las que predominaba el público gay mezclado con el heterosexual y «trans» donde todo tipo de relaciones y transacciones sexuales eran posibles, se convirtió en el definitivo bastión para anular los instintos bélicos de aquellos que dejaron de ser ciudadanos para convertirse en consumidores. Muchos hombres comenzaron a cuestionarse su sexualidad, desistieron de tener hijos para continuar gozando según lo deseaban y volcaron sus esfuerzos en parecer y resultar atractivos al sexo contrario o al suyo propio, cuidando su aspecto de una forma que únicamente habían hecho los gays anteriormente. Buscando el placer inmediato o volviéndose hacia sí para explorar su sexualidad hasta confines inimaginables mientras los políticos y agentes sociales ocupaban los espacios de poder y comenzaban a sentar las bases para destruir el estado de bienestar que había en España sin prácticamente oposición alguna. Sin voces disidentes ni el riesgo de tener que reprimir una rebelión a larga escala dado que los hombres, los guerreros de la tribu, estaban más preocupados por su aspecto, una colonia, un ligue casual, un corte de pelo o unos zapatos que por saber qué estaba ocurriendo en el ámbito social y político y vigilar a los jefes de la manada. Y cuando escuchaban música, ésta por lo general no les transmitía demandas de protesta o cuestionaba el «status quo» establecido sino que por lo general, lo fortalecía. Invitaba al escape o merodeaba los suburbios del sistema con aparente ductilidad pero sin atreverse a penetrar en ellos y hacerlos explotar.
Algo que por otra parte ya le hubiera dado igual a hombres que apenas tenían que luchar para conseguir alimento y ropa o sexo. No tenían que labrar el campo, cazar con una lanza a un animal o competir con sus semejantes en el «ágora» público. Pues les bastaba pedir un crédito a un banco para consumir de una forma inverosímil todo aquello que deseaban hasta el punto de que cuando volvieron a tomar conciencia de que había que luchar y pelear por ello (como así había sido desde los tiempos del hombre de Cromagnon) y no era gratuito, muchos se quedaron sin respuesta y se deprimieron u optaron por el suicidio. Fueron víctimas, sí, de un fracaso colectivo y de una ideología que nos desea enfermos y consumistas antes que sanos y reprime cualquier declaración de orgullo y satisfacción que no sea un canto individualista. Shalam
كُنْ ذكورا إذا كُنْت كذوبا
Cuando los elefantes luchan, la hierba es la que sufre
0 comentarios