Entre los muchos recuerdos que guardo de mis distintas visitas a la Argentina, uno de los que continúa fresco y vivo como el primer día es, por supuesto, el de la música de Charly García. Una de las bandas sonoras de mis andanzas por aquel país de artistas enamorados del sol, lleno de poetas desnudos que bailan tango en cualquier esquina mientras escuchan historias de gauchos hasta altas horas de la madrugada. Probablemente porque entre Charly García y Argentina existe una simbiosis especial. Una atracción fatal que no sólo es explicable debido al talento del músico sino, sobre todo, a su delirante actitud. A la manera de estar en el mundo de este sensible y violento artista cuyo carácter y obras reflejan clarividentemente el alma de la ciudad de la furia: Buenos Aires. Ese arrabal repleto de calles empedradas tan similar a Sodoma o Gomorra donde Charly aprendió desde chico que debía matar, disparar primero si deseaba sobrevivir y ser respetado como si se tratara de un emperador egipcio. Algo que, en cierto modo, ha terminado por conseguir gracias a sus cientos de miles seguidores argentinos -y otros tantos americanos- que lo continúan venerando como si se tratara de un enigmático y soberano dios antiguo.
Realmente, no me costó demasiado tomar conciencia de la importancia de Charly García en Argentina. Me bastó contemplar un vídeo para darme cuenta de que me encontraba ante un personaje de novela imposible de clasificar o evaluar con unos pocos adjetivos, teniendo en cuenta el tremendo potencial de su frénetica, esquizoide personalidad y sus delirantes, deliciosas creaciones. Charly no sólo poseía un entrañable aspecto de músico loco sino que parecía una carta de tarot. Uno de esos símbolos llenos de magia que irradian fantasía y belleza en las páginas de viejos libros cabalistas. Parecía tanto un bufón capaz de danzar sin complejos entre los colores del arco iris como un felino incapaz de controlar. En definitiva, parecía más un personaje de ficción o un marciano que una persona real. Y además poseía la virtud de componer temas que se asemejaban a labios, arañazos, uñas mal pintadas, mujeres de ojos perdidos o dientes a medio lavar. Fugaces sinfonías marítimas de escasos minutos que se deslizaban por los oídos de los oyentes como el agua que cae de las cascadas: de manera frenética y expansiva. Melodías pop hechas por el trance y para el trance que se movían de una forma parecida a la que lo hace el vientre de las mujeres que danzan en torno al fuego. Canciones tan raras y personales que creo ajustado compararlas con picotazos de avispas o ramos de margarita y pienso que podrían haber sido compuestas perfectamente por un saltimbanqui corriendo alegre por los campos.
Con el tiempo, fui poco a poco familiarizándome con los diferentes discos de este maravilloso delirante –Piano bar, Filosofía barata y zapatos de goma, La hija de la lágrima– así como con sus diversos proyectos musicales -de Sui Géneris o La Máquina de Hacer Pájaros hasta Serú Girán-. Descubriendo los matices de una obra que me atrevería a definir como una historia sexual de la locura, el principio y fin de un limbo, o un laberinto repleto de insectos. Y lógicamente, fui conociendo mejor las distintas aristas de este genio tímido de alma desgarrada y repleto de sensibilidad que, en cierto sentido, se encontraba desbordado por su propia lucidez y creatividad. Y era tan atípico e inclasificable que no podía definirlo con adjetivos habituales. Pues era lo más parecido a un gato revuelto entre perros hambrientos. Un pasajero en trance hacia un país desconocido, un noctámbulo cabalgando entre sueños o una camisa sudorosa y orgullosa. Y desde luego, se percibía que era una persona incapaz de comprender totalmente a sus semejantes y ser comprendido por ellos. A pesar de que su amor hacia su patria era inmenso. Porque, al fin y al cabo, era un poeta de barrio nacido para vivir y morir en Buenos Aires. Ciudad a la que dedicaba constante y fervorosamente sus tangos desnutridos y sus textos suicidas. Símbolos de su amor por lo imposible y los límites.
Charly era el prototipo de artista del ruido. Un hombre-gota. Un viejo lobo de mar. Un suicida que hacía salir fuego de sus guitarras, quemaba los lugares donde tocaba e intentaba que todos los que lo escucharan, cruzaran al otro lado del espejo. Se juntaran junto a Alicia, el sombrerero y el mago de Oz sin deseos de regresar a la realidad ni de mirar atrás. Delirante capaz de desatar pasiones y llevar al orgasmo a sus seguidores con una sola nota de sus canciones, por el mero hecho de asomar sobre un escenario, Charly consiguió convertirse en símbolo de los jóvenes americanos que hallaban en su voz sensible y ruda, una guarida donde protegerse del frío, la pobreza, las amenazas y las constantes tormentas políticas y económicas. Encontraban aliento en sus melodías y su personalidad similar a la de un pez huidizo. Ayudando de paso a comprender a los no argentinos el espíritu de quienes «sufren» y «gozan» del karma de vivir en el sur. Y lo hacen por lo general, en éxtasis.
Lo dije anteriormente: dado el personaje al que me refiero, me parece inútil indicar las que me parecen sus mejores canciones o aquellas –«No soy un extraño», «Los dinosaurios», «Influencia»– que más me conmovieron y pasaron a formar parte, con ligereza y agilidad, de mi vida. Y tampoco me parece necesario relatar las experiencias salvajes, casi apocalípticas, que fueron los tres conciertos que vi de él. No ya sólo porque siendo un músico de trampolín, de subidas y bajadas continuas, resulta muy difícil juzgarle sino sobre todo, porque pienso que le hago más justicia definiéndolo a través de indirectas y metáforas que por medio de un curriculum al uso o un repaso pormenorizado de sus discos. O, en cualquier caso, siento que capturo más su esencia de esta forma. Señalando que sus creaciones fueron engendradas para ser bailadas por jirafas y pájaros o ancianos besándose con jóvenes en los parques y no tanto indicando punto por punto algunas de sus muchas cualidades. Aquellas que hicieron que durante mis años vividos en Argentina dudara de que la alegría fuera solo brasileira, caminara despreocupado por las calles de Buenos Aires con los bolsillos vacíos, buscara con ojos ansiosos el amor en cualquier esquina y comprendiera que los dinosaurios (dictadores, fascistas y agentes del mal) -lo quieran o no- están condenados a desaparecer mientras sigan existiendo artistas como, sí, Charly, say no more, García. Shalam
وعاد بِخُفّيْ حُنيْن
¿Cuándo será el fin del mundo? El día que yo muera
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