El rock siempre ha atentado contra las reglas. Los vocalistas que decidían dedicarse a la ópera sabían que debían consagrarse a su arte. Que se les iba a someter a una disciplina marcial y a un riguroso proceso de selección y especialización según el tono y volumen de su voz que podía incluir el control de su régimen de comidas y bebidas.
Muchos de los grandes cantantes del pasado eran soldados del arte. Rigurosos atletas musicales. Máquinas barrocas y románticas entrenadas para emocionar. Pero el rock cambió esta concepción pues, en la mayoría de los ocasiones, se prefería la actitud a la excelencia y la locura al trabajo. De hecho, al contrario que en la mayoría de estilos, en el mundo del rock, el vocalista más técnico no suele ser el mejor. Y tampoco es necesario un dominio total del instrumento sino, más bien, inspiración, «duende», personalidad o carisma.
Un claro ejemplo es Bon Scott. Obviamente, el mítico cantante de la banda australiana poseía una técnica especial. Era muy difícil escucharlo desentonar en un concierto por más borracho o drogado que estuviera. Pero su voz no destacaba por regirse por ningún canon en concreto. Encajar en un molde. No tenía la fiereza que, supuestamente, se le exige a un cantante de rock. No hay en ella aspereza. No impone ni da miedo. No es total. No anuncia la llegada de una nueva era o hace rememorar los rugidos de los leones. Y tampoco tiene excesivos matices. No es sinuosa ni dramática o teatral. No procede de mundos oscuros ni nos invita a viajar al Averno. En verdad, casi parece un quejido. El cómico monólogo de alguien ebrio encerrado en el baño. O más directamente, la voz de un gangoso. De alguien con verdaderas dificultades para vocalizar y hacerse entender. Y, sin embargo, por algún extraño conjuro, funciona. No sólo funciona, sino que es marca y símbolo de un estilo porque es incomparable. Cien mil personas podrían trabajar diariamente para intentar imitarla y no conseguirían hacer más que el ridículo. Caer en los abismos de la parodia y la caricatura. Pero es que, además, la voz de Bon no sólo funciona sino que emociona y conmueve. Y lo hace precisamente gracias a estas contradicciones. O mejor dicho, sin estas contradicciones no destacaría. Ahí está su gracia, misterio y grandeza. Además del hecho de que se siente cómo surge de las entrañas de su corazón y que todo su ser se encontraba implicada en ella. Una convicción que termina por hacerla mágica. Arrolladora. La hace dúctil. Ideal para cantar sobre dudas adolescentes, sexo sucio y juergas con irónica seriedad. Con esa mágica simplicidad que trajeron AC/DC al mundo del rock y los hizo conectar instintivamente con la generación punk harta de discos parecidos a epopeyas filosóficas y místicas.
Bon Scott no es únicamente una leyenda por haber muerto joven o por haber, en cierto modo, predicho su destino en la fascinante «Highway to hell». Lo es por su chillona voz. Una voz que tampoco iba acorde con su look de estibador portuario. Nadie hubiera pensado al verlo, ciertamente, que cantaba así. Al ver su aspecto, se podía esperar una voz compacta y sólida pero también grave. Parecida a la de Paul Rodgers (Bad Company) pero con ciertos dejes más macarrillas. Y, sin embargo, suena parecida a una mareante sirena de coche de bomberos. Algo que la emparenta, sí, con la de Axil Rose que, no por casualidad, ha reinterpretado el cancionero de AC/DC a la perfección, rindiendo tributo a alguien que demostró que en el rock todo estaba permitido y las leyes debían ser subvertidas. De hecho, nadie ha podido bajar del pedestal a Bon. Lo más parecido a un dios para las hordas rockeras porque convirtió ciertos aspectos musicales que eran considerados errores y defectos para la sociedad burguesa en los bastiones de un estilo destinado a hacer feliz y sentirse orgullosas a las clases bajas. Shalam
إِذَا طَالَتِ الطَّرِيقُ كَثُرَ الْكَذِبُ
Para destruir el lujo, hay que matar primero a su padre: la avaricia
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