He estado hoy revisando algunos de mis soundtracks cinematográficos favoritos. Me resulta muy difícil realizar una selección. Hay un aroma especial en todos ellos. Pero hoy en concreto, me he inclinado a escuchar el compuesto por Bernard Hermann para Taxi Driver de Martin Scorsese; desde mi punto de vista, la mejor película del cineasta norteamericano. Hace años, viví obsesionado con esta banda sonora. Sabía en ella este portentoso compositor captar con una melancólica, urbana melodía jazzística disuelta en diversos fragmentos a lo largo de todo el disco, la sucia soledad de Travis Bickle. Hacernos empatizar con sus frustraciones conforme recorría en su taxi una Nueva York arisca, gris y oscura, por momentos, desoladora.
Teniendo en cuenta el negro retrato de la ciudad que se nos daba, cabía la posibilidad de que Hermann hubiera cargado las tintas hasta componer una sinfonía espectral pero fue lo suficientemente sensible para entroncar las gamas y tonos sepias de la misma con un lirismo que la hace realmente evocadora. No hay más que detenerse a oír el saxofón tocado con maestría extrema por Tom Scott, los metales acompasados, ligeros, suaves, que entretejen armónicamente el texto musical y sólo de tanto en tanto se atreven a tomar el protagonismo, fusionándose armónicamente con el ruido del taxi de Travis Bickle, sus obsesivos monólogos, las historias de prostitutas, la guerra del Vietnam y todo tipo de situaciones que filma con la adecuada distancia Scorsese. ¡Una auténtica maravilla!
Existe tanto en la película como en la banda sonora, un equilibrio mágico y muy difícil de conseguir. Tanto Scorsese como Hermann permiten a los espectadores que saquen sus conclusiones. Que viajen tranquilamente por esa negra urbe, plena de locura, no tan lejana de un paisaje de ciencia-ficción, en la que comprendemos sin dificultad alguna la naturalidad con la que surgen de entre sus cimientos, psycho-killers o héroes malditos como Travis. Una cuna de ciudadanos neuróticos para la que Hermann construye una balsa musical jazzística donde flotan la molicie y la escoria pero también la humanidad y el amor. Aunque éste se manifieste de forma errada y compulsiva y en la mayor parte de los casos, degenere en perversión.
Cuando estuve en Nueva York hace unos años, su ambiente era diferente al retratado en el filme. Pero aún así, había muchas zonas donde permanecía, continuaba instalado el aroma retratado en la película. No está hecha la ciudad para mentes sensibles. O al menos, que no tengan los medios necesarios económicos para defenderse. Nueva York debe ser para muchos de sus ciudadanos, un círculo del purgatorio, (a veces, eso sí, divertido) más cerca del infierno que del cielo. Un inmenso agujero negro que ha devenido megalópolis decadente donde, más allá de los negocios, Wall Street, el lujo, la moda o la cultura, miles de dramas se viven diariamente en el más completo anonimato. Y a todos ellos puso música Bernard Hermann. Una sonoridad incandescente, amarga y desconsolada que contribuyó a construir un retrato inmortal e imperecedero de la ciudad de los mil rostros. Precisamente, por su capacidad de profundizar en sus múltiples presentes, extraer sonidos y compases de su sinrazón y entender su esencia. Su drama, carácter y tipología. Esto es; la belleza que se esconde tras los escombros y la suciedad de la ciudad que no duerme. Shalam
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