He tenido que escucharlo varias veces, no ha sido fácil, pero ya vivo inmerso en Sorceress. La banda sonora de esta fase de escritura de Puercos como otros maravillosos discos de Opeth lo han sido de otras. Más que nada, porque es imposible resistirse a esos mantras ocultistas por los que resuenan innumerables referencias sonoras y se deslizan las piezas más compactas y abrasivas, monumentales del hard-rock, el prog, el folk y el death metal forjando una rocosa, sensual y evocativa telaraña musical que acaba provocando espasmos. Orgasmos casi diabólicos.
No encuentro ningún grupo de rock actual que me produzca tanta satisfacción como Opeth. Básicamente, porque son capaces de dotar de misterio y trascendencia a grabaciones que me recuerdan a aquellos primeros discos de Black Sabbath en los que todos sentíamos que estaba ocurriendo algo importante al escucharlos. La sensación majestuosa de ser invitados a un regio banquete.
Opeth consiguen que piense la música en términos sagrados. Que me sienta visitando una aldea en cuya iglesia se celebra en esos instantes un ritual cristiano con ciertos tintes maliciosos y, en sus inmediaciones, otro pagano donde se lleva a cabo una matanza inmisericorde de animales y todos sus integrantes comen alimentos con las manos revolcándose en sangre.
Tal vez por su nombre, Sorceress («Hechicera») cada vez que pongo el disco y esto es día tras día, al menos tres veces durante las últimas semanas, me transporto a un lugar lejano. No tanto a esa Edad Media de cuento a la que nos desean conducir ciertas obras de hard-rock y heavy metal (que aun así valoro) ni tampoco a la real (¿cuál es la real, por cierto, me pregunto?) sino a la Edad Media profunda. Aquella en la que todo nos reconocemos intuitivamente. Con el instinto. Esa donde se ven castillos en la lejanía que nadie habita; una bruja de inusual belleza da de comer a un caballero medieval una manzana envenenada; varios cruzados llegados de Constantinopla caen abatidos en los ríos infectados de peste; una muchacha es lapidada frente a la mirada viciosa de varios ancianos; y los espíritus de los bosques se arrodillan ante las valquirias mientras estas miran con recelo unas monedas de oro. En fin, un territorio tan fantástico como real. Lleno de agua cayendo sobre las armaduras ensangrentadas de caballeros y monarcas ebrios. La eterna máscara sagrada.
Se entenderá que soy, por supuesto, de los que aman la etapa inaugurada -aunque ya prefigurada mucho antes- por Opeth en Heritage. Me gusta tanto la impresionante majestuosidad con la que, sin dejar de mirar hacia delante, recrean los contenidos de la década de los 70 que por mí podrían seguir haciendo discos como Sorceress mucho más tiempo. Por más que estoy convencido de que el genio de Mikael Arkerfeldt -respetando la esencia del grupo- evolucionará antes o después hacia otra dirección. Tal vez hacia esos esquivos, escarpados territorios que recorrió junto a otro genio, Steven Wilson, en el desolador, fascinante Storm corrosion. Algo que no tiene para mí demasiada importancia pues sé que, vaya donde vaya, Arkerfeldt conseguirá crear algo hipnótico y valioso.
En Sorceress -algo que no es noticia- desde luego lo ha vuelto a lograr. Esos riffs de guitarra que parecen redobles de tambor en una batalla, los ecos de la voz desdoblándose en medio de un ambiente sonoro de guerra, como si estuviéramos sufriendo una alucinación provocada por magia negra, los momentos de reposo creando continuas, monumentales reverberaciones que invocan pesadillas, sueños y luchas interiores, tormentas y batallas terminan por generar un clima a mitad de lo épico y lo apocalíptico absolutamente cautivador. Y logran que vislumbre imágenes como la siguiente ante mí: una mesa con un ciervo y un conejo asados junto a perdices y requesones en medio de la sala de un monumental palacio habitado únicamente por un conde y varios de sus súbditos. Tal vez también algunos artistas, moribundos y unas cuantas mujeres atrapadas desnudas en sus calabozos.
¿Es necesario añadir más? Realmente, Sorceress es otra más de esas devastadoras, suntuosas, salvajes, alucinantes obras de arte de un grupo que no sólo es que me haya hecho -como comentaba ayer- conocer nuevas referencias musicales sin las cuales ya no podría concebir la existencia sino que ha logrado algo todavía más importante: me ha obligado a reescuchar muchas otras referencias y grupos que pensaba que tenía perfectamente asimilados y formaban parte de mi mundo interior, haciéndome rastrear detalles, atmósferas, comprender ciertos planteamientos que se me habían pasado desapercibidos y los discos de Opeth desvelan. Mostrando como las ansias de venganza y odio en los corazones de los guerreros siempre estuvieron ahí. Esperando que algún músico, alguien tal vez tan obsesivo, serio y meticuloso como Mikael Arkerfeldt, abriera sus vísceras y nos las ofreciera crudas.
La banda sueca, sí, ha convertido el rock en una cámara oscura donde muertos y vivos se aparean continuamente parar crear frescos y fieros retoños. Ha creado bestialidades orgiásticas que siempre consiguen abrirnos las puertas del cielo y los infiernos. Mostrándonos un rincón del más allá. Los negros y encarnados contornos del reino de Hades. Shalam
ما حكّ جْلْْْْْدك مثل ظْفرك
Hay dos maneras de conseguir la felicidad: una, hacerse el idiota; otra, serlo
Desertshore nunca me ha parecido un disco de pop pero tampoco de música de cámara. Pues cada vez que me atrevo a sumergirme en este suntuoso mosaico...
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