Paddy McAloon fue la voz. El perfeccionismo y la sensibilidad extremas. La contemporaneidad cool. La eterna búsqueda de la belleza. Y, sobre todo, la música. Su Julieta. La muchacha de rostro atemporal a la que dedicó una de sus más sentidas y sinceras odas: «Music is a princess». El verdadero y probablemente único y más auténtico amor de su vida.
Paddy era alguien tan musical que parecía que sus venas no tenían sangre sino acordes y melodías, hermosas letras, esplendorosas partituras, suaves ritmos de batería y mágicos acordes de guitarra. Las canciones de Prefab Sprout eran, por ejemplo, sinfonías pop. Romanticismo, clasicismo orquestal a lo Burt Bucharach teñido de tímidos toques decadentistas, azucarada sofisticación, swing y preciosismo. Pura belleza poética y musical. Aunque, con el tiempo y a medida que sus problemas de salud lo obligaron a recluirse en soledad, cambiando su atractivo y seductor look juvenil por el de un heremita con aires hippies, también descubrimos que Paddy McAloon poseía la rudeza y obcecación de un cantautor. Era alguien capaz de conectar el espíritu de los antiguos poetas románticos -Lord Byron, John keats- con el de los primeros folkies en bucólicas composiciones donde The Beatles merendaban en la misma mesa que Steely Dan, The Byrds o Chicago. Odas perfumadas y bien condimentadas en donde su corazón desnudo se dejaba envolver por letras que miraban de refilón a Dylan y la épica amorosa pop.
En cualquier caso, las creaciones de Paddy eran poemas radiantes e instantáneos. Tenían la virtud de iluminar el lugar donde nos encontrábamos y, sobre todo, transmitían paz y esperanza. Tal vez porque su aspiración era retratar la eternidad. El mágico ciclo que hace rodar las estrellas, el sol y el amor, y que, aun con diferencias, se repetirá hasta el fin de los tiempos mientras un hombre y una mujer continúen vivos.
De Paddy McAloon hay que hablar en pasado porque es una leyenda viva. Un hombre que, en su juventud, casi enloqueció en su búsqueda de componer la canción perfecta. Un roble gigantesco que siempre da sombra. Un artista que desbordaba tanto amor por la música que estoy convencido de que cada vez que alguien escucha uno de sus discos, el mundo se hace más habitable. Se convierte en un lugar más bello. Un parque donde no hay apenas malicia y corrupción. De hecho, creo que su obra es una muestra de que, finalmente, la música, sí amansa a las fieras. O al menos las aquieta. Como él realizó en canciones que siempre tenían la dosis justa de experimentación y clasicismo y en las que la tecnología no desentonaba en absoluto entre voces que parecían proceder de bosques encantados o haber sido entonadas por duendes o adolescentes de irresistible frescura.
Steve Mcqueen, Jordan: the comeback, The Gunman And Other Stories, Andromeda Heights. La lista de discos y canciones sobresalientes que dio a luz junto a su hermano Martin, la risueña Wendi Smith y Neil Conti, es extensa. Tanto que creo que ningún recopilatorio puede ofrecer una perspectiva adecuada de una discografía, por otro lado, no demasiado prolífica. Algo lógico porque Paddy cuidaba meticulosamente cada uno de los pasos que daba y además, debido a su rutilante talento y su necesidad de explorar nuevos territorios, se tuvo que enfrentar más de una vez a la industria musical para la que terminó convirtiéndose en un apestado. Un disidente, un rebelde que con su actitud mostraba claramente que las tiernas melodías que componía no procedían de su sumisión a una fórmula y reglas previamente establecidas sino de una necesidad interior. La inquietud obsesiva con la que se había propuesto transformar la vida en poesía y la lírica en amor a través de canciones que volaban hacia cónclaves tiernos y mágicos en los que Paddy acostumbraba a levantar la voz, como un director de orquesta, dispuesto a llenar de belleza, la más pura y auténtica belleza posible, el mundo.
Paddy McAloon nunca fue un artista del ruido. Un tornado destructor o un acorazado metálico. Al contrario, él fue un ruiseñor y un enamorado. Alguien capaz de atrapar en sus manos el canto de los pájaros que, con el paso del tiempo, se convirtió casi en un apestado dentro de un mundo atrapado por los extremos: la radiofórmula y el hardcore; Don Johnson y Marilyn Manson. Un hecho que, en cualquier caso, define la medida y estatura del personaje. Un outsider. Un navegante condenado a fletar velas siempre a contracorriente y, por tanto, en peligro de extinción. De hecho, era lo más parecido a un juglar dentro del mundo contemporáneo. Un poeta medieval acostumbrado a recitar versos sobre los profundos labios y ojos de las mujeres, el brillo de las estrellas en el firmamento, los ideales caballerescos o las logias secretas del ajedrez, aparecido de repente en una celebración swinger, un centro comercial o una película zombie. Espacios donde es lógico pensar que se encontraría, como sucede actualmente, fuera de lugar y, probablemente, pasaría desapercibido por más que su incalculable talento y magia, se mantuvieran intactos. Pues su sombra ondea y continuará ondeando, orgullosa y libre, con suma distinción, en lo más alto del castillo del pop, o más bien de la MÚSICA CON MAYÚSCULAS del pasado siglo. Shalam
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