Smiley Smile es la misa del pop. Parece haber sido compuesto al aire libre, entre las plantas de ese bosque que se ve en su portada o en una catedral gótica cerrada al público por un grupo de monaguillos que se divierten transformando cánticos gregorianos en absorbentes caramelos de pop. Góspel galácticos semejantes a sudorosas estrellas.
La creación de Beach Boys provoca cosquillas en el estómago y mareos continuados que nublan la vista. Nos sitúa frente a rinocerontes rojos, barcos navegando por océanos de arena o inmensos arco iris de fuego. En definitiva, convierte el mundo en un inmenso territorio de dibujos animados en donde todo es posible. Yo al menos, al escucharla, siento que me encuentro en un cine en el que la pantalla refleja cada una de las historias que imaginan los espectadores y las mezcla sin complejos.
Aún hoy en día, introducirse en Smiley es semejante a penetrar en un país peligroso e inexplorado. Una casa alborotada por las constantes apariciones de niños ángeles. De hecho, es un disco que podría haber nacido de una ingestión de ácido o una pesadilla. Es una obra que sirve tanto para rozar los cielos como para invocar resquicios maléficos y enfermedades mentales. Es una muestra muy clara de que, entre los evanescentes sueños hippies, podía aparecer en cualquier momento el rostro de Charlie Manson y tras una guitarra perteneciente a un músico folkie, una metralleta masacrando civiles en Vietnam o Chile.
En realidad, Smiley -así la leo yo- es un obra que habla de sueños rotos. La necesidad y, a la vez, la imposibilidad de abandonar la infancia. Las historias de héroes y villanos. De buenos y malos.
Smiley es una muestra bruta de la genialidad de una mente -la de Brian Wilson- destrozada y torturada que utilizaba la música como analgésico. Además, claro, de un intento muy logrado de expandir el pop hasta los confines de la música clásica. Someterlo a una operación quirúrgica a base de música concreta y minimalismo para componer una sinfonía de sonidos, ruidos y cacofonías que podría ser interpretada perfectamente en los grandes templos operísticos -siempre, claro, que sus gerentes no se negaran a introducir a vacas y cabras en el escenario- y ayudar a disolver las fronteras entre lo culto y popular.
No obstante, creo que Smiley pretendía no sólo trascender las fronteras entre distintos géneros musicales sino que, como las obras visionarias y crepusculares, iba mucho más allá porque alcanzaba a borrar los límites entre la realidad y la ficción. Era un gajo de naranja, un limón narrativo que pretendía, ante todo, transmitir sensaciones. Vibraciones. Hacer sentir el vacío sentido por Brian Wilson al adentrarse en los recovecos del mundo adulto. Traumatizado por una infancia marcada por un padre autoritario al extremo -el ogro y orco de los cuentos infantiles- que, de una paliza, casi lo dejó sordo de un oído. De hecho, las composiciones logran hacer entender perfectamente cómo se sentía su frágil mente conforme las hadas de los bosques y los elfos iban transformándose en contratos discográficos manipulados o monótonos conciertos y las princesas, en egoístas mujeres interesadas por su dinero.
Smiley es uno de esos discos que justifican, dan sentido a una vida. El Tao de la psicodelia. Un entramado de pastorelas venidas del más allá que han marcado la música contemporánea. La han puesto a meditar sobre un cielo rosado repleto de samplers. La mitad de la discografía de Animal Collective brota de aquí. Y también gran parte de la de Mercury Rev. Como cualquier aventura en la que los músicos conciban las notas que escriben como olas y la producción no como un medio sino como un fin.
Smiley es una de las Biblias del pop. Un inmenso pastel de sonidos parecidos a colores y olores. Un exuberante tratado artístico en el que cada canción es tratada como si fuera una fruta. Tiene sabor propio. Es una mezcla entre la ayahuasca y unas gotas de edulcorante artificial que se adentra en los oídos como si lo estuviera haciendo por el cuerpo.
Smiley, sí, es una obra que permite entender por qué si naciera hoy en día, don Quijote se drogaría y cómo los cantos de las sirenas se fueron transformando en melodías publicitarias. En cierto modo, es la prueba de que el siglo XXI sería esquizofrénico o no sería. Y de que los artistas tendrían que aprender a tratar los colores como sonidos y éstos como palabras pues entre la ficción y la realidad, lo imaginario y lo real, llegaría un momento en que no existiría absolutamente ninguna diferencia. Shalam
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