Las finales no se juegan, se ganan. Un dicho cierto. Basta revisar la historia reciente de los mundiales de fútbol. En una hipotética lista de diez partidos inolvidables, tan sólo colocaría la final Argentina-Alemania del 86. Sin embargo, a bote pronto, se me vienen a la mente inigualables duelos como la semifinal entre Italia y Alemania en México 70, la de Francia y Alemania en el 82 o los octavos de final entre Brasil y Francia del 86. También tengo muy buenos recuerdos del Francia-Argentina y del Bélgica-Brasil del 2018. Creo que esto ocurre porque en las finales existe demasiado miedo a perder. Hay demasiada responsabilidad. No hay lugar para el error. Higuaín es un magnífico jugador pero se morirá perseguido por el recuerdo de su ausencia de acierto contra Neuer. Algo parecido le ocurrirá a Robben o a Roberto Baggio. Han pasado a la historia por dos o tres jugadas en las que no hicieron lo correcto.
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Hay que ser muy grande para cambiar el curso normal de los acontecimientos. Eso fue lo que le sucedió a la Holanda de Cruyff en el 74. Sabemos por la televisión y los periódicos que perdió su final contra Alemania pero todos la damos por ganadora independientemente de lo que digan los libros porque la trascendencia de ese equipo iba más allá de lo meramente deportivo. Era cultural. El Ajax de esa época de hecho era tan o más importante que los Beatles y, desde luego, en el mundo del fútbol, más reverenciado y admirado que Jesucristo. Esa Holanda fue -creo- más querida y añorada por haber perdido como lo hizo que por haber conquistado un campeonato. En realidad, al triunfo alemán le persigue un rastro de vulgaridad que no casa bien con la aureola artística que rodea actualmente a los tulipanes. En cualquier filme, ellos serían siempre los protagonistas. Ejercerían de espartanos en las Termópilas o de cristianos en el circo romano. Salir derrotados los convirtió en leyendas y les hizo conquistar el cariño de la gente porque las derrotas humanizan y, hasta el 74, las huestes de Neskeens parecían dioses. Prueba de su influjo es que, 40 años después, un fútbol tan mentalmente fuerte y tradicionalmente asentado como el alemán se impuso en Brasil imitando su estilo. Asimilando las enseñanzas que España había realizado del cruyffismo; que es, al fin y al cabo, la popularización y radicalización de las tácticas y doctrinas de Rinus Michels.
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A Batistuta le pasó algo parecido que lo que le ocurrió a la Holanda de Cruyff. Nunca logró un triunfo importante con la Fiorentina pero su estela mítica es mayor aún por haber pasado los mejores años de su vida como futbolista en un club que aspiraba a conquistar títulos menores. Cada uno de sus goles con el equipo toscano vale por dos suyos con Argentina porque poseen el sabor de la hazaña; de lo extraordinario. A veces incluso de lo inverosímil. No sólo porque competía contra los mejores defensores de su época y lo hacía con un equipo que no era en absoluto superlativo sino porque Gabriel luchaba y se esforzaba con idéntica energía y alegría (e incluso más) independientemente del resultado obtenido. Una lección de oficio y disciplina que hace que contemplar sus imágenes de aquellos tiempos sea un verdadero reconstituyente.
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El amor que siento por la literatura, el cine y el rock creo que se explica en parte porque puedo imaginar a muchos de los artistas que sigo, realizando odas al Batistuta de la Fiorentina o a Holanda y a casi ninguno homenajeando a la Alemania del 74 o el 90. El arte nace del fracaso, crece en el heroísmo, se alimenta de las desgracias y es avivado por la locura y el dolor. Cualquier poeta sabe que hay mucha más literatura en el flequillo de Cruyff o en la obstinación de Batistuta que en cualquier gol del «Torpedo» Müller o el despliegue mental y físico de Franz Beckenbauer.
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La España de Cardeñosa y Camacho era pura literatura. La de Xavi Hernández y Casillas no. Los escritores que me interesan no se ocupan de las finales. Hacen una crónica de unos cuartos de final y se centran en las historias de aquellos muchachos que no pudieron ir a la gran cita o que, teniéndolo todo para alcanzar el estrellato, fracasaron rotundamente. Por eso Maradona trasciende al deporte y su figura alcanza relieves artísticos y la de Messi es completamente neutra. Da para ensayos y documentales (y también para algún análisis psicoanalítico en lo que se refiere a su relación con la selección argentina) pero no para una gran novela porque la literatura (¡es un decir!) no describe dificultades sino que profundiza en la tragedia.
Dostoievsky, por ejemplo, no haría ningún relato con los goles de Messi pero sí exploraría el dolor sentido por aquel muchacho de Rosario en caso de que el tratamiento médico que tomaba para incrementar su crecimiento no hubiera resultado o si Carles Rexach no le hubiera hecho firmar un contrato en una servilleta y, por tanto, se hubiera visto obligado a regresar a su país lleno de incertidumbre y dolor, a imagen y semejanza, sí, de Edipo y el resto de infortunados héroes griegos. Shalam
Dejo a continuación el segundo avería dedicado a un equipo mítico: el Milan de Sacchi. ¡Ahí va! El ballet (2) Para que un equipo deje su sello en la...
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