Lamentablemente, a pesar de que el nombre de H.P. Lovecraft forma parte desde hace varias décadas de la cultura popular, el de uno de sus maestros, Wiliam Hope Hodgson, yace en un limbo. Sin embargo, quienes lo han leído no tienen dudas de que su lectura es imprescindible. Yo desde luego no tengo ninguna. Porque el escritor inglés no escribía libros sino pesadillas. Redactaba textos parecidos a negros anzuelos, frondosas palmeras y peligrosos océanos.
Sus novelas son prácticamente el ocaso del género del género gótico. Corrosivas odas de horror que sepultaban el mundo victoriano en el olvido y convertían la civilización en un espectral recuerdo al tiempo que abrían sus lentes a los abismos. A las fosas y entrañas del terror cósmico latente en los glaciares y mares perdidos que a veces, de manera retorcida, aparecía en las ciudades modernas en forma de sectas y tumbas derruidas. Y en la mayoría de las ocasiones resplandecía entre las sombras de pirámides y colinas. Invocando mundos antiguos e incomprensibles que se imponían al moderno al instante. Y derrotaban a la técnica y a la ciencia en un solo asalto.
El escritor inglés exploró y fue un paso más allá de las cimas creativas de los autores románticos. Lo que los tormentosos lienzos de William Turner anunciaban, sus relatos lo conducirían al extremo. Textos en los que la racionalidad acababa por transformarse en marea y los vendavales borrascosos agitaban la tierra firme. William Hope convirtió el mundo industrial en un reactor diabólico con el que había que acabar. Que terminaría demolido.
La casa en el confín de la tierra representó un nuevo planteamiento del relato de terror. En cierto sentido, era un puñetazo en la cara del horror psicológico. Una cima del miedo absoluto y totalitario en cuyos contornos el ser humano comenzaba a dejar de tener importancia. Pasaba a un segundo plano frente a los temibles engendros surgidos del cosmos. Frente a negros cielos cercanos a nuestro planeta que demolían cualquier sentido coherente del amor o el honor.
Su horror era muy visual. Los piratas fantasmas y Los botes del Glen Garrig eran libros parecidos a fosas sepulcrales cubiertas de musgo y llenas de salvajes rasguños que se desarrollaban entre abisales islas y precipicios marítimos y se encontraban protagonizados por fantasmagóricos piratas cuyas sombras parecían emerger de entre los cascotes de fragatas derruidas y los muros de vetustas ciudades enterradas en pantanosas cuevas. Malolientes espíritus cuyo aliento rememoraba volcánicos incendios capaces de destruir muros nebulosos de un puñetazo.
El escritor británico era un decadentista sin la sensibilidad de los escritores calificados de tal modo. Era mucho más salvaje, intuitivo y visceral. Por eso trabajaba desde la demolición. Con el agotamiento y el caos. Y lo hacía sin necesidad de dotar un significado y mucho menos una moral a sus textos. Sus fantasmagóricas odas a los piratas fueron escritas por ejemplo cuando la práctica de la piratería agonizaba en Inglaterra. En años en los que su época de apogeo había pasado, los límites y fronteras del mundo ya se encontraban prácticamente delimitados y el Imperio inglés no necesitaba tanto como hasta entonces de sus soldados marinos para contrarrestar el poderío español ni el de otras naciones europeas. A principios del siglo XX, de hecho, las historias de piratas eran imagen de una aventura consumida totalmente tras el Romanticismo. Un epílogo a su edad dorada durante la que escritores como Robert Louis Stevenson y pintores como Howard Pyle recubrieron de matices histriónicos, aventureros y legendarios su silueta, convirtiéndola en exótica y entrañable a medida que su importancia se iba progresivamente diluyendo. Probablemente porque debido a que mencionar su nombre hacía brotar las más salvajes fechorías de las fauces de la memoria, era necesario para los países anglosajones edulcorar su figura. Sin embargo, William Hope era ajeno a todo ese proceso de embellecimiento y dibujó unos piratas espectrales. Escribió salvajes odas furibundas en las que los corsarios parecían surgidos de un mal sueño y su aliento, un recordatorio de los malos actos cometidos por Occidente. Una radiografía de la pútrida conciencia de una civilización ansiosa de dinero apareciendo entre resplandores nocturnos y mares revueltos.
William Hope tuvo una muerte a la altura de sus libros. Lo hizo a causa de un obús en Bélgica durante una de las últimas batallas de la Primera Guerra Mundial. Es decir; expiró mientras contemplaba y participaba del horror más intenso: el humano. Como un fantasma en medio de ruidos de armas y gritos de compañeros. En un ambiente fangoso parecido al descrito en sus libros.
Sus textos eran puro nihilismo. Un nihilismo áspero que no necesitaba chorrear lava o sangre ni ser viscoso para provocar aversión. Hogdson eras más fulminante que Lovecraft. Menos concreto y más abstracto. Tal vez más metafísico. Sus textos no convertían a los monstruos en presencias tan familiares como los muñecos en las camas de los niños. Y por eso entiendo que tal vez no se hubiera sentido cómodo del todo participando en la cofradía de autores que rendían culto a Chulthu. Él era el Anton Bruckner del terror. Anticipaba, permitía presagiar un mundo nuevo lleno de peligros pero ante todo, su obra se despedía inquietantemente del antiguo. Vislumbraba el cataclismo atómico en un viejo cofre de bronce repleto de monedas doradas. Y le decía adiós con lentitud al vetusto orbe ancestral mientras preparaba a los lectores para recibir al torbellino industrial. Shalam
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Pájaro viejo no entra en jaula
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