Uno de los aspectos que más me fascina de ciertas artes como el cómic es la posibilidad que tienen quienes trabajan en este medio de reconstruir las veces que sean necesarias la historia de un personaje o un argumento. Sobre todo, porque esta continua remodelación e interpretación, me retrotrae a un tiempo primigenio, primario, fresco y gozoso del que la literatura se alejó hace mucho tiempo. Y que apenas se vislumbra leyendo entre líneas de colecciones de cuentos como Las mil y una noches o las recogidas por los hermanos Grimm o Perrault: un tiempo colectivo y anónimo en el que las historias no pertenecían a nadie sino a la comunidad que las modificaba conforme sus apetencias y gustos.
Digo esto por la excitación que me produjo, hace poco, introducirme en la lectura de las series Ultimate Marvel, en las que la compañía de cómics norteamericana ha vuelto a desarrollar y contarnos desde una óptica muy distinta, más adulta si se quiere, el origen de sus superhéroes clásicos. Cuando terminé de leer los primeros números dedicados a los 4 fantásticos, me sentí extasiado. Fascinado. ¡Aquellos eran unos nuevos 4 fantásticos pero también los clásicos! ¡Eran en esencia, muy diferentes a los ya conocidos pero también semejantes! Como, probablemente, serían los cuentos tradicionales para los que se aventuraban por el desierto, se dirigían a intercambiar sus bienes a una ciudad o se adentraban en un bosque: historias que, aunque mantenían una estructura común, habían variado debido al paso del tiempo, los distintos relatores o las circunstancias que rodeaban a la narración. Es lógico, por ejemplo, que el mismo cuento sufriera ciertas alteraciones dependiendo, por ejemplo, de si era narrado días antes de entrar en batalla o en el transcurso de un viaje realizado por motivos comerciales o religiosos.
Sin embargo, en un momento que resulta difícil de precisar pero que es connatural a la llegada de la escritura, el proceso de transformación de los relatos se detuvo, y se prohibió tanto su corrección como su múltiple interpretación. Tabú que tiene mucho que ver -a mi entender- con el hecho de que, con el objetivo de consolidar su dominio, los poderes políticos y religiosos, desde el comienzo de la Edad Media, se hicieran con el control de la cultura escrita cerrando, a su vez, el libre acceso del pueblo a todo tipo de medios heterogéneos -tarot, rituales, etc- que pudieran cuestionar sus órdenes.
Lo realmente preocupante del tema, a mi entender, es que el tabú relacionado con el texto escrito ha persistido en el tiempo. Basta comprobar la reacción que tuvo María Kodama con un hecho tan normal y lógico -en otros tiempos- como el que un escritor, Agustín Fernández Mallo, reconstruyera a su antojo en El hacedor (de Borges), Remake, las narraciones urdidas, tejidas por otro relator y (re)hacedor de historias: la prohibición del libro, la orden inmediata de su retirada de las librerías a la que únicamente le faltó la consiguiente quema u hoguera para retrotraernos totalmente a los tiempos de la Inquisición.
Lamentablemente, la actitud de María Kodama no es una excepción. Sería suficiente para constatarlo, observar los gestos de horror de muchos de los consortes (yo los denominaría carceleros) de la -así llamada- “alta cultura” si algún escritor se atreviera a realizar empresas como las que han llevado a cabo diferentes artistas del cómic como Alan Moore o Possy Simonds: contar una historia nueva utilizando personajes ya clásicos de la literatura como Madame Bováry o Mr. Hyde. Lo que me resulta sumamente preocupante puesto que este rechazo, en realidad, es un ataque al corazón del arte literario que no habría llegado probablemente a ofrecernos la belleza de los relatos que componen Las 1001 noches sin su constante reelaboración. Y además, lo aleja del mundo contemporáneo teniendo en cuenta que, durante el siglo XX, incluso las obras pictóricas más eternas e intocables -véanse las lecturas pop, feministas, queer o políticas realizadas sobre la Mona Lisa– han sufrido todo tipo de alteraciones. Y, asimismo, lo aparta del “pueblo”. Ese ente indefinible e innombrable, según el tristemente recién fallecido filósofo Agustín García Calvo, al que deberían pertenecer todas las historias. Puesto que su mayor deseo probablemente no sea otro que perderse en el inconsciente de los lectores y que cada uno de ellos y todos en sus conjunto, las consideren de su propiedad.
رني الجروح بأن الماضي كان حقيقياً
Las cicatrices me recuerdan que el pasado fue real
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