Stanley Kubrick era un melómano y un perfeccionista. Características que contribuyeron a que su música se convirtiera en otro personaje más de sus filmes. En cualquiera de sus películas, los temas elegidos no sólo subrayaban el carácter de un individuo determinado o acentuaban una u otra acción. No. Los fragmentos musicales tenían vida propia. Y por ello, no sólo ayudaban a ampliar los recovecos argumentales de la trama sino que exigían atención y protagonismo. Se erigían en actores esenciales del drama.
Kubrick tenía la virtud de convertir cada melodía en LA MELODÍA. Es imposible imaginar el comienzo de 2001: una odisea del espacio sin el poema sinfónico de Richard Strauss. Como también cuesta mucho concebir el baile de Eyes Wide Shut sin el vals nº2 de shostakovich o La naranja mecánica sin la Novena sinfonía de Beethoven. Kubrick ponía tal énfasis en la música, introducía los temas con tal sutileza y grandiosidad que conseguía que el espectador prestara atención a detalles que -no importa cuántas veces hubiera escuchado la composición- le habían pasado desapercibidos anteriormente.
En lo que se refiere a la música, Kubrick actuaba como un enciclopedista ante su público. Rastreaba en su ingente memoria cultural y rescataba con inaudita solemnidad fragmentos de obras inmortales que volvían a cobrar relevancia gracias a su toque maestro. En realidad, al contrario que otros directores, Kubrick no utilizaba la banda sonora para ambientar escenas o dar información sino para penetrar la mente del espectador. Medirlo. Ir sutilmente rompiendo sus defensas con el objeto de que se rindiera ante su arte.
Kubrick tenía en su cabeza una espada. Sus películas son cuchillos intelectuales. Asombrosas óperas en las que la puesta en escena llegaba a ser tan lograda que podía llegar a imponerse al argumento.
Hay ciertos directores en los que importa más lo que no se ve que lo que se ve. Pero en Kubrick no es así. En Kubrick es lo que más importa. Incluso más que lo que se habla. Las posturas de cada de uno de sus actores estaban, por ejemplo, medidas al milímetro. Pero aun así, eran lo suficientemente flexibles para modificar o ampliar levemente el tema musical con un solo gesto. Multiplicando, de este modo, las resonancias e interpretaciones de sus intervenciones. Algo que si bien podía provocar cierta sensación de hieratismo y artificialidad en los primeros visionados de sus films, con el tiempo ampliaba su capacidad de sugestión. De hecho, el cine de Kubrick no está hecho para ser contemplado tan sólo una vez sino varias. Muchas. Es un cine que aspira a acompañarnos hasta la muerte. Precisamente porque no nos da respuestas. Su trascendencia es opaca y fría pero absolutamente contundente. Perversa y obstinada.
Kubrick era capaz de resucitar de entre los muertos una sinfonía gastada y de dar solemnidad a un tema usado una y mil veces. Probablemente porque, repito, consideraba a la música como un ente vivo. La trataba como si se moviera y pensara por sí misma y la integraba en sus filmes con orgullo y reverencia. Como si fuera su amante. Una delicada muchacha consciente de que el director norteamericano sería capaz de resaltar sus cualidades al máximo. Y de que, en caso de negarse a cumplir sus órdenes, sería torturada. Shalam
إِذَا طَالَتِ الطَّرِيقُ كَثُرَ الْكَذِبُ
Dios no es más que una palabra para explicar el mundo
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