Durante los últimos años, he sentido mucha inquietud cada vez que escuchaba la hermosa «Losing my religion» de R.E.M. No sabría fijar exactamente cuándo fue que relacioné su melodía con ciertos cambios inevitables en mi vida que, más allá de mi voluntad, se acabarían produciendo y conduciéndome por veredas inciertas. Obligándome a caminar por lugares incómodos que, en principio, no estaba dispuesto a transitar.
Creo que todo comenzó a raíz de un desencuentro con una muchacha que estaba convencido que esa noche besaría. Me encontraba en un bar con ella, la canción comenzó a sonar y no sé bien qué sucedió, pero mi estado de ánimo cambió y todos mis planes se fueron por la borda. Y desde entonces, siempre que la he escuchado, algo ha ocurrido que no ha funcionado como yo quería. Podía ser un viaje o un trabajo. No importa. Si sonaban los primeros acordes de esta serenata folkie, sabía que aquello que estaba emprendiendo no saldría como deseaba. Y que me vería obligado a cambiar mi punto de vista sobre la naturaleza de las cosas y la vida. Por lo que, aunque «losing my religion» deba traducirse como «perder la paciencia» o «desquiciándome», yo he preferido siempre con mucho la traducción literal, «perdiendo mi religión». Pues a esto es a lo que me he acostumbrado durante los últimos años: a cambiar constantemente mis creencias sobre el mundo y las personas. A no tener una religión concreta, un ídolo o una relación duradera que no fuera consciente de que pudiera acabarse en cualquier momento. Algo que ha hecho que viva las etapas al máximo e intente explotar al extremo las experiencias que pueda tener pero tampoco sufra en exceso al descubrir las facetas oscuras o debilidades de determinadas personas. Al fin y al cabo, como sugiere la canción de R.E.M. en un final que me hace rememorar ciertas enseñanzas de las filosofías orientales además de la célebre obra de Calderón de Barca, toda nuestra existencia es o pudo ser un sueño. Y por ello, en gran medida, desafiar nuestros límites, cambiar de opinión, fracasar, caernos, sufrir por amor; en definitiva, «perder nuestra religión», puede ser algo muy positivo aunque nuestro yo presente lo experimente como una merma de sus capacidades, una herida o una fisura que agranda su vacío. Tal y como tantas veces ha reflejado la tristeza que he sentido al escuchar la canción de R.E.M. en un lugar público sabiendo -sin poder comentárselo a nadie pues no sé si me habrían comprendido- que nada ya saldría como lo tenía pensado. Y tendría que seguir vagando por el mundo únicamente con un arma: la fe. Esa fe esencial para penetrar en las siete películas que comprenden la filmografía de Andrei Tarkovsky. Director al que se hacía referencia en el enigmático vídeo que Tarsem Singh grabó para «Losing my religion», donde se homenajeaba la mítica escena con la que el artista ruso finalizaba Stalker.
Stalker se encontraba basada en la famosa novela de los hermanos Strugatsky, Picnic extraterrestre, cuyo punto de partida me parece fascinante, impresionante: unos extraterrestres se han posado en varias partes de la tierra durante un breve tiempo y a continuación han partido. Estos lugares se encuentran ahora repletos de objetos raros, con propiedades prodigiosas y un magnetismo especial que sorprende a los más avezados científicos incapaces de comprender su funcionamiento.
En un pasaje de la novela se nos ofrece un ejemplo muy valioso para comprender la trama: «Imagine un bosque, una pradera. Un coche sale de la ruta y de él se baja un grupo de gente joven, con botellas, cestos de comida, radios a transistores y máquinas fotográficas. Encienden fuego, arman carpas, ponen música. Por la mañana se marchan. Los animales, los pájaros y los insectos que los han estado observando horrorizados durante la larga noche vuelven a salir de sus escondrijos. ¿Y con qué se encuentran? Nafta y aceite derramados en el pasto. Válvulas y filtros usados, estropajos, bombitas quemadas y alguna llave inglesa que alguien olvidó. Manchas de aceite en el estanque. Y también, por supuesto, las basuras de costumbre: corazones de manzana, envolturas de caramelos, restos chamuscados de la hoguera, latas, botellas, un pañuelo, una navaja, periódicos destrozados, monedas, flores marchitas recogidas en otra pradera».
Esto, en resumen, es lo que de, alguna forma, se encuentran los seres humanos en los lugares donde se posaron los extraterrestres. Espacios en los que sólo unos pocos hombres fuera de la ley -los merodeadores o buscadores, los «stalkers»- se atreven a introducirse junto a grupos de personas interesados en hacerse con determinados objetos que luego venderán en el mercado negro.
Realmente, el punto de partida de la obra es impresionante. Como consecuencia de esa merienda extraterrestre, en muchas de las ciudades donde se instalaron algunas personas que estuvieron en las zonas «prohibidas» suceden imprevistamente determinados accidentes y catástrofes naturales jamás registrados allí antes. Y aparecen determinados objetos -los vacíos llenos, la Bola Dorada, las lámparas de la muerte- imposibles de definir cabalmente. Contribuyendo a crear un ambiente entre mágico y decadente que da fuerza a un texto lleno de posibilidades y sugerencias que si he de ser sincero, me parece que los hermanos Strugatsky no consiguieron terminar de desarrollar del todo y hubiera deseado que exprimieran con mayor amplitud pues en verdad, se podría haber realizado toda una saga de la dimensión del Señor de los anillos o Juego de tronos con este punto de partida.
¿Quién sabe, de hecho, si en un futuro no muy lejano, alguien se atreverá a realizar una serie televisiva centrada en esta novela?. Ya existe, por ejemplo, un videojuego que, inspirándose morbosamente en el accidente nuclear de Chernobyl, desarrolla muchas de las propuestas contenidas en Picnic extratarrestre. Las cualesse adaptan perfectamente al espíritu decadente de nuestra apocalíptica era, absorbida por todo tipo de elementos zombis frente a la que Andrei Tarkovski levantó su adaptación de Stalker. Una película que marca un hito en el cine por ser capaz de realizar las más fascinantes y penetrantes reflexiones filosóficas sobre el destino del ser humano y nuestro mundo en medio de un alucinado rincón del planeta donde todo es posible debido, en el caso de su versión, no a la visita pasajera de unos extraterrestres sino a la caída de un meteorito.
No hay duda de que la idea de que Picnic extratarrestre daba para mucho. De la cuarta parte de la obra de los hermanos Stragutsky y de un recomendable guión (modificado en gran parte) que realizaron exclusivamente para él, Tarkovsky extrajo los fundamentos de una obra que, sin dejar de lado el fondo de ciencia-ficción, rastrea la esencia divina, el amor universal, entre parajes desoladores, recónditos e inescrutables repletos de arcanos secretos. Una obra que aboga por el al amor frente al pensamiento lógico y técnico, como refleja en su escena final (homenajeada por R.E.M. en su vídeo) donde consigue hacernos sentir -sin necesidad de razonamiento lógico alguno- que la relación de una madre con su hijo o la inocente mirada de un niño son fenómenos tan milagrosos como cualquiera de los que ocurren en la Zona.
Tarkovsky consiguió ir más allá de la novela de los Strugatsky, dotando de un carácter místico e introvertido, con ciertos rasgos de santón, al stalker Redrick Schuhart. Logrando extraer, a su vez, poesía a borbotones del intenso recorrido por la Zona. Un «lugar sagrado» cuya alma percibimos similar a la de un ser vivo. De hecho, ella sabe quién merece cruzarla y acceder a algunos de sus secretos o no. La Zona escucha. Es un organismo muy atento. Posee una esencia inmutable, aun moldeable, casi divina que entiende y conoce intuitivamente qué es lo que necesitan nuestros corazones o lo que realmente deseamos. Un muchacho puede entrar en La habitación de los deseos pidiendo volver con su antigua novia y al regresar a su hogar, encontrarse con decenas de mujeres esperándolo. Una muchacha tal vez solicite tener un reconocimiento profesional y días después, sus rasgos faciales cambien y se haya convertido en una mujer muy bella y deseada. Y puede que un hombre acuda a este lugar suplicando la sanación de un familiar enfermo y que el ser desvalido muera, dejándole una considerable herencia. Revelaciones todas ellas del poder de la Zona que si bien, en principio, deberían provocar una gran expectación e interés por el desarrollo de la acción dado que no sabemos qué sucederá con los deseos que soliciten el científico y el escritor que acompañan al stalker durante todo el filme, finalmente no es así. Porque, en el fondo, lo decisivo para Tarkovsky, es la transformación que sus personajes sufren en el transcurso de este fascinante viaje al «corazón de las tinieblas y luces» del ser humano. Una odisea cinematográfica que sin mencionarlo directamente, refleja la podredumbre moral a la que nos ha conducido el capitalismo -el sistema que promete que todos nuestros deseos se cumplirán- y dónde hemos de encontrar la esencia de nuestra vida: en nuestros corazones. En la conciencia que se rinde ante los dictados del amor y sabe ser compasiva, paciente y resistir, guiarse por dictados éticos, a pesar de que las circunstancias estén en contra.
Tarkovsky parece sugerirnos que no hay amor sin conciencia, es difícil agrandar esta última sin sufrimiento y que necesariamente, el cambio espiritual que requiere el mundo, llegará cuando experimentemos en lo más hondo tanto nuestro dolor como el de los demás. Algo que, desde luego, la sociedad de consumo y sus legiones de psiquiatras que aturden y drogan a miles de personas con todo tipo de pastillas, se niegan a que ocurra.
En fin. Debería terminar por hoy, pero no lo voy a hacer porque acabo de darme cuenta escribiendo este texto que para mí, «Losing my religion» ha representado algo parecido a la Habitación de los deseos. Cada vez que pedía o quería algo que no fuera extremadamente necesario para mi crecimiento personal y probablemente estuviera relacionado con mi ego o no más que fuera un capricho, sonaba esta canción. Recordándome que el camino del ser humano es interno y que lo que me haría conseguir la paz y encontrar el amor no estaba en aquello externo que buscaba.
Hoy he pensado por ejemplo, qué es lo que sucedería si entrara en la Habitación de los deseos. Probablemente pediría conseguir ser, antes o después, un escritor reconocido. Creo que es el deseo latente que tengo a flor de piel desde siempre pero entiendo que es realmente accesorio. Por lo que estoy convencido de que, de tener valor para introducirme en la Habitación, volvería a escuchar a Michael Stipe recitar los primeros versos de ese poema eterno que es «Losing my religion» y que al regresar a mi casa, este deseo no me habría sido concedido. Continuaría escribiendo regularmente en averíadepollos y terminando de corregir El jardinero sin mayores alteraciones. Sin embargo, algo habría cambiado. Habría signos de vida en mi casa. El humo de un cigarrillo. Un olor diferente. Una tos. Una rebeca en un sillón. Y entonces observaría, sí, atravesando la frontera que separa a los vivos y los muertos, a mi padre caminando hasta fundirse en un abrazo eterno conmigo, como únicamente él y yo sabemos que necesitaríamos y podríamos darnos. Un abrazo directo al corazón al igual que ese Libro del padre (o Libro de la conciencia) que confío un día terminar dado que entiendo que si logro escribirlo, todos, absolutamente todos mis deseos se cumplirán. Pero los de verdad. Los auténticos. Los que merecen la pena. Aquellos que me harán crecer a mí (y al resto de mis semejantes) como pienso ahora que acaso únicamente podría hacerlo ese abrazo (imaginario) con mi padre que un día, gracias al poder sanador y milagroso del arte, será real para siempre y jamás. Shalam
ما حكّ جْلْْْْْدك مثل ظْفرك
Eres un monstruo si piensas que siempre llevas razón
Si quisiera ganarme una ovación barata, hoy escribiría un avería elogioso y épico sobre los bares, citando la famosa canción de Gabinete Caligari, y...
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