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Un bigote común

Jun 8, 2019 | 0 Comentarios

El rostro y cuerpo de José Luis López Vázquez eran totalmente opuestos al apolíneo de los actores de Hollywood o al de cualquiera de los galanes del cine europeo. Entre James Dean, Marlon Brando, Marcelo Mastroiani, Alain Delon y José Luis López Vázquez había físicamente un abismo. Una fosa insalvable. Pero el carisma y personalidad del actor madrileño lograron algo tan especial como difícil: convertir en glamouroso lo corriente. Lo antiglamouroso. Transformar la normalidad en un rasgo carismático y lo cotidiano en excepcional. Algo que consiguió trabajando con idéntica pasión y fervor tanto en astracanadas y bufonadas alimenticias como en auténticas obras de arte. De hecho, gran parte de su éxito se debe no sólo a su talento sino al feroz rigor con el que realizaba y aceptaba todo tipo de papeles. Un hecho que le permitió adquirir una enorme experiencia como actor en muy pocos años al tiempo que se convertía en un rostro familiar para el público: símbolo tanto del sufrido español de clase media durante el franquismo como del carpovetónico ciudadano franquista con problemas para adaptarse a los nuevos tiempos.

José Luis López Vázquez vivió en su mayoría de interpretar personas normales. Pero era tan sensato, trabajador y tenía los dos pies en el suelo con tanta consistencia que, sin comerlo ni beberlo ni en ningún caso pretenderlo, imbuyó de un cierto halo de misterio a su personalidad. De «resplandor».

José Luis era, sí, cualquiera de nosotros pero ninguno de nosotros podíamos ser como él. Algo que intuyó perfectamente Carlos Saura. El director al que debe en gran medida su prestigio artístico. Un prestigio que nunca estuvo en su primera escala de valores y objetivos pues apenas hizo gala y ostentación de sus trabajos con Carlos Berlanga, Rafael Azcona, Marco Ferreri, George Cukor, Pedro Olea o Juan Antonio Bárdem. Hablaba de ellos con la misma naturalidad y entusiasmo con la que lo hacía de sus colaboraciones con Mariano Ozores o su participación en las comedias del destape. Obras que por otra parte, son la imagen de toda una época y aunque sólo sea por su interés sociológico, han ido revalorizándose con el transcurso de las décadas hasta volverse una postal imprescindible de una España que no puede ni entenderse ni concebirse sin su bigote. Un bigote que era la firma y sello de su personalidad, exudaba masculinidad por los cuatro costados y remitía tanto a cuarteles militares como a una vida en blanco y negro llena de fúnebres trabajos, hogares faltos de entusiasmo e innumerables sacrificios por los que se iba perdiendo la vida y libertad de todo un país. Un bigote que era, sí, un bigote burgués y nobiliario pero también un bigote mediocre. Un bigote de canción de Astrud. De «hombre que lo hace todo». Una mata de pelo bien tiesa y negra que la mayoría de los funcionarios y trabajadores españoles de grado medio llevaban estampados en su rostro haciendo gala de adhesión a las normas de su tiempo.

López Vázquez era una especie de autodidacta. No se educó yendo a la Universidad sino actuando. Yendo de gira por ciudades y ayudando a alzar el telón diariamente. Planificando escenas y vestuarios junto a directores y técnicos. Aprendiendo con la práctica que tanto una película como una obra de teatro son una máquina colectiva y que la individualidad debe estar al servicio del grupo. Pasó de llevar trajes y bebidas a los actores a reemplazarlos. De ser escenógrafo y observar los focos detrás del telón a ponerse delante del público y recibir los aplausos. Su extracción humilde no fue en ningún caso un obstáculo para sus intenciones sino más bien un acicate para las mismas. Pues le permitió valorar cada trabajo y oportunidad en su justa medida y le dio amplios deseos de lograr más. De hecho, creo que en parte su stajonovismo se debía al hambre que vio en la España de la posguerra. Al miedo a estar en paro y perder la fuente de alimentación de su familia. Por lo que literalmente devoraba todos los papeles que le ofrecían y no miraba tanto las posibilidades artísticas como las laborales. Recibiendo con una sonrisa cualquier oportunidad y dedicándole las horas que hicieran falta. Un esfuerzo que transmitía en cada escena y aparición logrando la identificación del público en general. Fontaneros, albañiles o maestros de escuela que lo percibían como uno de los suyos sin por ello restarle talento o dejar de reconocer sus méritos como intérprete.

Alguien dijo de él que era un cómico trágico. Un calificativo bastante acertado para sus prestaciones. Pues incluso en sus más rocambolescas apariciones existía cierto halo funesto. Un drama interior que remitía tanto al aislamiento de la era franquista como a la Guerra civil o incluso a los personajes sin nombre existencialistas que recorrían como sombras media Europa. Al nihilismo de un continente y a los llantos contenidos de un país que aparecían inesperadamente en medio de sus sonrisas, chistes o locuras: mientras cortejaba alocadamente a dos bellezas entre loas a la madre patria España o leía enfadado las calificaciones de su hijo en un hogar parecido a los retratados por Ibáñez y Escobar en sus cómics. Motivo por el que pienso que hay que situarlo en la estela de los grandes cómicos y actores europeos y poner muy en entredicho cualquiera de los calificativos que intenten opacar su trayectoria artística tanto por la avidez con la que trabajaba como debido a la naturaleza bufonesca y desenfadada de muchas de sus apariciones en pantalla.

Creo, sí, que la grandeza como intérprete de López Vázquez consistía en su capacidad de sugerir remolinos ocultos en medio de las situaciones más cotidianas. De hecho, desde su impresionante intervención en La cabina, todos teníamos la impresión de que iba a comprar el periódico al kiosco de la esquina y perfectamente podía desaparecer, perder la memoria o trastabillarse en una situación kafkiana. Y que esa circunstancia revelaría una profunda enseñanza sobre nuestro mundo. Tan insondable y atractiva como las que podían extraerse por ejemplo de las obras de Samuel Beckett, Ionesco o Roland Topor. Pero que además era en parte tan honda debido a que le ocurría a él. A López Vázquez. Un señor casposo (¡a mucha honra!) que -como revelaban sus apellidos e incluso sus entradas capilares- era más común que el común de los mortales. Más normal que su público. Y cuya vida parecía a primera vista más mediocre que la de cualquier ciudadano. Shalam

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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