Los freaks y zombies que retrata el artista peruano José Luis Carranza no dan miedo. Dan ciertamente un poco de lástima porque no son el «otro». Sus zombies son él mismo y son «nosotros». Son muñecos. Animales heridos. Mascotas que podríamos comprar en un supermercado. Monstruos cariñosos que se preguntan qué hacen en este mundo con mayor urgencia que los seres humanos y están asombrados de ser vivos-muertos. Aunque el colorido de sus lienzos pueda engañarnos, creo que lo que pinta Carranza es un funeral. Que está describiendo una época, un mundo que se va, y se encuentra en pleno ocaso: la era de los animales-selva y de los vegetales-humanos. Augurando un futuro en el que tanto las selvas como los zoos se encontrarán vacíos y el hombre será animal o no será. Será monstruo o no será.
No obstante, obviamente, sus cuadros admiten muchas otras lecturas. Tengo claro que son un grito pero no sé si de pánico o de alegría. Tal vez el testimonio de una catástrofe cuyo único superviviente será la naturaleza. Una radiografía de cómo Occidente ha ido muriendo a medida que se ha ido apropiando del mundo. Aunque he de reconocer que de todas las interpretaciones que se me ocurren, la que más me convence es vislumbrar su obra como un atasco del espíritu dionisíaco. Otra vuelta de tuerca de más al título del famoso aguafuerte de Goya: el sueño de la razón produce monstruos. Porque efectivamente, lo que ocurre cuando la técnica y el espíritu apolíneo imperan no es tanto que lo dionisíaco muera y los monstruos desaparezcan sino que cambian de lugar. Ocupan otro espacio. Se mueven por el pasado, el presente y el futuro, la realidad y los mundos ficticios para colonizar nuevas fronteras. Y, por tanto, pueden aparecer en cualquier lugar y adoptar formas nunca antes entrevistas como mutar las ya conocidas.
Los lienzos de José Luis Carranza son una muestra inédita de los mundos grotescos americanos. Una cabalgata freak. Un cruce imposible entre un cuento lleno de violencia y sangre de Horacio Quiroga y uno escurridizo de Clarice Lispector. Una prueba de que hace ya tiempo que la naturaleza es zombie. De que el arte americano no se halla ni en los museos ni en la calle sino que brota de los tumores, miedos y traumas de los ciudadanos comunes.
De hecho, José Luis Carranza no se considera a sí mismo un artista. En diversos medios ha dicho que él simplemente ilustra, expone, profundiza y expulsa sus pesadillas. Las angustiosas visiones que amenazan con devorarlo durante las noches. Algo que hace a sus obras cercanas. Familiares y verdaderas. No sabemos exactamente qué nos quieren decir pero sí sabemos que lo que vemos está ocurriendo. En algún lugar -no importa que sea un sueño o una novela- está sucediendo y antes o después, salpicará en la realidad.
En los cuadros de José Luis Carranza los animales parecen disecados y los monstruos paralizados. Parecen objetos. Un buffet de coleccionista. Parte de ese enorme cofre de los horrores que es la mente del pintor peruano. Estos monstruos no son tanto manifestaciones mórbidas de la pérdida de inocencia sino carnales fantasías oníricas. Son exactamente, sueños convertidos en carne. Sacados a la luz ante la estupefacción de sus protagonistas.
Carranza pinta la selva como un hormiguero. Un vicioso aquelarre en el que la droga son las plantas y la tierra y los animales se comportan como los esquizofrénicos habitantes de las megalópolis modernas. La locura es dogma y la histeria, norma. Su visión de la naturaleza, desde luego, no es ni mítica ni tradicional. De hecho, la retrata en riesgo de perder su poso ancestral. Más parecida a una autopista que a su imagen platónica ideal: la salvaje y bucólica.
Creo que José Luis Carranza muestra que lo «raro» es canónico desde hace mucho tiempo. Ciertamente, percibo cierto cansancio en sus monstruos. Cierto victimismo. La queja profunda de quien tiene un papel asignado en una función dramática que está obligado a repetir una y otra vez.
Sus animales parecen todos diferentes, pero sus monstruos, a pesar de lo que pueda decir su apariencia, parecen iguales. Probablemente porque comparten la misma tragedia: haber puesto rostro a las fuerzas telúricas tradicionalmente escondidas de los bosques y arroyos. Pero, eso sí, un rostro estandarizado. El rostro normalizado y cien mil veces visto de «lo extraño». Otra marca más de un capitalismo que aparece violentado aquí en su esencia, merced a la visión esquizoide y excéntrica de un pintor que refleja perfectamente en sus lienzos las enfermedades neuróticas que sufre a día de hoy la naturaleza por efecto de la tecnología y el progreso. El desquicie moderno. Shalam
De todos es conocido mi interés por la obra de Ángel Mateo Charris. Un corrosivo cofre que esconde un sinfín de fantasmas modernos en su interior. Y...
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