Perico Delgado fue un deportista que provocó dosis de histerismo y locura como nunca antes se habían visto en España. Logró, por ejemplo, que miles de niños se agolparan a su paso cuando entrenaba en la ciudad o desperezaba las piernas en paseos ciclistas que se convertían en acontecimientos. Llamaradas masivas de reconocimiento para una personalidad que era mucho más que un deportista, como saben cientos de miles de españoles que corearon su nombre como ningún otro durante años e inundaron de gritos, playas desiertas en cuanto su figura aparecía en la pantalla de un televisor. Sintiendo casi un orgasmo al verlo comandando un minúsculo pelotón e iluminándose como posesos cuando lo veían realizar un demarraje, alzarse sobre el sillín de su bicicleta, y comenzar a pedalear y pedalear a través de carreteras tan empinadas como los cerros del infierno. Parecidas a las lenguas de un demonio impuro.
¡Perico, Perico, Perico, Perico, Perico!, gritaban miles de personas histéricas, casi como si esas palabras fueran un mantra, un tesoro de miel o un pastel de chocolate, y de no pronunciarlas en voz alta, no pudieran acceder al paraíso.
¿Quién era Perico Delgado? Veamos. Creo que no era exactamente un ciclista. Más bien, era un caballero andante. El Camarón del deporte español. El Fernando Fernán Gómez de los puertos de montaña. Una mezcla de genialidad y oficio, trabajo y talento. Inspiración. Un cruce entre Poulidor y Anquetil. El ganador perfecto y el perdedor extremo. Pura vida. Espontaneidad. El sueño hecho realidad de la transición. El nuevo Seat Ibiza. Techno-pop mezclado con unas cuantas guitarras guarras. Porque, ante todo, Perico Delgado era España. Probablemente por el hecho de que, incluso más que aquel equipo de baloncesto comandado por Díaz Míguel que obtuvo la medalla de plata en los Juegos Olímpicos del 84, fue el primer español que enorgulleció a todos. Un deportista que libró la memoria de Miguel de Unamuno de afrentas y fantasmas, transformando el escepticismo de Pío Baroja en un alocado optimismo. Convirtiendo a Galdós en un viejo chivo que hablaba de desastres y conspiraciones desconocidas y a los heridos por la dictadura y la Guerra Civil en seres ansiosos con lo que les depararía el porvenir: sus cartillas bancarias y los planes de pensiones privados.
Perico Delgado, sí, empezó a enterrar la memoria del franquismo y logró con un par de participaciones en el Tour que intuyéramos el advenimiento de una nueva España. Sin importarnos que fuera una marca o una moda o la realidad. Perico, al igual que las películas de Indiana Jones, simbolizó la llegada de un tiempo intrépido. Encarnó la inocencia y también la locura y alegría de nuestro país en los años 80. Esa huida hacia delante que ocultaba el cinismo y la hipocresía mientras las multitudes se desmelenaban con las canciones de Radio Futura y Nacha Pop. Los Pistones y Loquillo. Y, conforme la década fue avanzando, se convirtió en nuestro nuevo Cid. Un guerrero capaz de vencer donde nadie lo hacía: el extranjero, el Tour. Clavar la espada en Flandes. Y casi hacernos pensar que era posible recuperar Gibraltar mientras subía una montaña o se desplazaba, tenso y seguro, por infinitas autopistas durante una contrarreloj. Moviéndose con nerviosismo barrial y dialogando con serenidad castellana.
Perico comenzó siendo -nunca dejó de serlo- un corredor pasional, instintivo, capaz de arriesgar su vida bajando puertos de montaña imposibles y de subirlos, como si tuviera un cohete en las piernas. Un motor de combustión escondido en la rueda trasera de su bicicleta. Y, justamente, tras descender en 1983 el Peyresourde a tumba abierta con un heterodoxo estilo (que luego fue imitado masivamente), lo denominaron el loco de los Pirineos. Que es lo que era nuestro país tras la caída de Calvo Sotelo, el frustrado Golpe de Estado y la entrada al gobierno de Felipe González: una puñetera locura. Una fiesta accidentada de cocaína, alcohol, música y dinero fresco en la que existían tanta inseguridad como euforia y delirios de grandeza, y se intuía que podía suceder cualquier cosa.
En aquella España, sí, el corazón vencía a la cabeza y puesto que Perico Delgado era una exacta fotocopia de nuestro país, no resulta extraño que fuera capaz de protagonizar escenas dantescas y extremas. Realizar las más increíbles hazañas y posteriormente, descolgarse del pelotón en etapas intrascendentes: ganar una Vuelta a España, la de 1985, con una escapada suicida y épica, digna de haber sido concebida en la mente de un maquiavélico general. Vencer en otra, la de 1989, con susto final. Luchando, a pesar de su aparente superioridad, hasta casi la extenuación, para abortar una peligrosísima escapada del taciturno y honesto Fabio Parra. Perder un Tour, el de 1989, por estar entrenando y concentrado cuando era el momento de tomar la salida en la contrarreloj inicial. Abandonar otro Tour, el de 1985, debido a la intempestiva muerte de su madre. Y llegar a lo más alto de París en 1988 acusado de dopaje y a punto de ser descalificado. Poniéndonos los nervios de punta a todos sus seguidores. Algo, en cualquier caso, normal, tratándose de él. Pues -repito- Perico era un terremoto de altos y bajos que definía perfectamente el carácter bipolar de la sociedad española de los 80. La genialidad a lo Picasso y la mentalidad quijotesca. Nuestro amor por el esfuerzo, el sacrificio crístico, los héroes imposibles y fracasados y nuestra necesidad y ansías locas de victoria, años antes de Barcelona 92. Nuestro arraigo a tradiciones antiguas y el pasado ancestral escondido en los pueblos y, al mismo tiempo, nuestras ganas de evolucionar. De pasar de conducir en carreteras comarcales a hacerlo en rutilantes autopistas.
Por ejemplo, cuando fue denominado el loco de los Pirineos y era casi un niño, Perico representaba el rostro del nuevo país que nacía. Un funcionario anárquico. Lleno de buenas intenciones pero con poca experiencia. Dominado por las ilusiones y la ansiedad. El deseo de olvidar a Mortadelo y Filemón, los cómics de Pepe Gotera y Otilio y poder mirarse en un espejo diferente al de Superlópez. Un estudiante henchido de pundonor y rabia, de pasión y ganas, pero sin oficio. Sin esa técnica que, justo un año después de que España firmara el tratado de adhesión a la Comunidad Económica Europea, comenzó a desarrollar cuando se fue a Holanda y se integró en el sofisticado PDM, interiorizando y aprendiendo novedosas formas de conducción y alimentación. Convirtiéndose de golpe en el prototipo de español que se deseaba construir y los poderes estaban interesados en promover: un ser humano sin complejos, adaptado a la modernidad, capaz de integrarse en el extranjero, manejarse con habilidad con la tecnología y aprender idiomas. Un rostro joven y atractivo que comenzaba a dejar atrás la leyenda de esforzados leñadores, adultos maduros y sacrificados, con dificultad para adaptarse a los tiempos nuevos, como era el caso de Álvaro Pino, Ángel Arroyo, Eduardo Chozas o el adusto Marino Lejarreta. Aquel vasco honesto cuyo espigado pedaleo hacía recordar ciertos riffs de Deep Purple o Raimbow que no transmitían ni por asomo las mismas sensaciones que los demarrajes de Perico. Un maremoto ciclista al que bastaba con ver desplazarse sobre la bicicleta durante unos segundos para comprender, como sugería a gritos rabiosos la canción de Radio Futura, que el futuro ya estaba aquí. Pues, más bien, hacía pensar en New Order y en Human League que en los clásicos del rock.
A este respecto, el Tour del 87 fue un aviso y un parteaguas. La confirmación de que el ilusionante porvenir se había hecho presente. Sus duelos con Stephen Roche forman parte de la leyenda más granada del ciclismo y de su vida, como sus escaladas a Alpe d’Huez, sus descensos por las cordilleras pirenaicas o sus subidas a los Lagos de Covadonga y casi toda carrera en la que participó. Pero probablemente fuera aquel Tour perdido por escasos 40 segundos y en el que tan cerca estuvo de la gloria, el pistoletazo de salida definitivo a su leyenda. Al delirio. De hecho, creo que fue justo entonces que la Pericomanía comenzó a estallar definitivamente. Tal vez por haberse encontrarse tan próximo a la gloria y, sin embargo, volver a fracasar, como los españoles estábamos acostumbrados. Por haber perdido y haberlo hecho con orgullo y hombría. Casi con resignación torera. Demostrando que poseía debilidades. Era un ciclista carismático, con duende, cuyo comportamiento como el de nuestro país, era totalmente imprevisible. Lo que hizo que, llegados a un punto, ya no importara si ganaba o perdía o se quedaba descolgado. Él era nosotros. O lo había sido. Y lo sería para siempre. Provocando que la gente valorara por igual tanto sus victorias como sus derrotas.
De hecho, a Perico se le siguió queriendo a pesar de su atolondrado comportamiento en el Tour del 89. Aquella pájara en la contrarreloj por equipos tras una noche de insomnio y su alucinado despiste en la primera etapa que, en realidad, no hicieron más que acrecentar su leyenda, dándole la compostura de un héroe frágil y humano. Un hombre que luchaba por quitar los complejos que arrastraban los españoles, pero todavía no terminaba de conseguirlo. Y si algún día llegaba a hacerlo, sería a base de capazos de esfuerzo y genialidad. Con dosis de locura e intrepidez. Tal vez las características más respetadas, reverenciadas por el pueblo español hasta que, años después, las victorias de decenas de sus deportistas acompañadas del terremoto neoliberal, lo adocenaron y malacostumbraron. Transformándolo en la sombra de un toro manso y ciego vestida por Adolfo Domínguez y Gucci.
Y por ello, a Perico Delgado únicamente le achaco un error: querer haber seguido ganándose la vida como locutor tras retirarse del ciclismo. Algo muy loable y, desde luego, digno y natural pero que no se encuentra en consonancia con su leyenda. Aunque, probablemente, el que un deportista tan explosivo e imprevisible haya terminado por amenizar de manera aburrida las siestas de miles de españoles, sea el mayor signo y símbolo del aburguesamiento y adocenamiento de esta sociedad. Las diferencias existentes entre aquella España que veía como una aventura temeraria el que el equipo Reynolds se atreviera a participar en el Tour del 83 y esta otra a la que no le quita el sueño que la carrera francesa la gane de nuevo un ciclista navarro, catalán o murciano. Casi lo considera una obligación.
Obviamente, Perico era tan carismático y ciclotímico que de él se recuerdan, ante todo, sus arrancadas y escapadas. Por ejemplo, aquella mítica realizada junto a Robert Millar y Charly Mottet terminada en Superbangeres durante el Tour del 89 en la que demostró que, a pesar de todos los contratiempos, no se resignaba a perder la carrera. Su oficio y dignidad en sus últimos Tours, actuando sin complejos como leal escudero del héroe que lo sustituiría y superaría: Miguel Induraín. O las Vueltas que, ya mermado físicamente, perdió, eso sí, dando batalla y dejando escenas de lucha y fiereza impagables como, por ejemplo, su mítica, épica victoria en la Vuelta del 92 en Lagos de Covadonga. Un ángel perdido, dado por desahuciado, tocando las puertas del cielo otra vez. Volviendo a sorprendernos, como fue una costumbre en su carrera. Una vida como ciclista en la que todos los acontecimientos fueron exprimidos con pasión, emoción, y hasta incredulidad. Al contrario que lo ocurrido por ejemplo con esa máquina afable, Miguel Indurain, o Alberto Contador. Quien, más allá de su inmensa calidad como ciclista, me parece un bucle. Un refrito de lo ya visto. Un sampler. Una canción ya escuchada y versionada demasiadas veces cuyos enormes méritos no pueden ocultar la gloria y carisma de Perico. Un hombre que se impuso a los molinos de viento, ganó un Tour y desperdició tres o cuatro oportunidades de conseguir otro, a ritmo de La canción de Juan Perro y Descanso dominical.
¿Qué más decir? Perico fue capaz de conectar con casi todas las clases sociales y tribus: el pueblo y la clase alta, pijos, heavies y punkies. Porque en cada uno de sus movimientos, aspiraciones, y resoplidos simbolizó los esfuerzos de todo un país por gustarse de una vez. Borrar el desastre de Cuba de la memoria y comenzar a hablar de ganar el Mundial de fútbol.
Y por ello, si se quiere ser justo con la historia reciente de España, a las típicas fotos de Felipe González, Fraga o Carrillo hay que añadirles las del esforzado rostro de Perico empeñado, cuando nadie creía en él y lo tachaban de loco, en ganar el Tour de Francia. La más enorme carrera ciclista. Esa diosa excitada que con un destello de sus ojos nos transforma en una estatua o un recorte de periódico que sobrevivirá al fin del mundo. Algún viajero del tiempo recogerá en sus manos sin comprender totalmente su sentido y arrojará de nuevo a las estrellas. Allí donde no se apaga ni oscurece el nombre de Perico, el gran Perico Delgado. Ese pájaro loco del deporte español. La goma elástica entre el oneroso pasado de España y su incierto futuro. Shalam
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