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Museo de cera

May 6, 2017 | 0 Comentarios

Museo de cera (título que, en cierto modo, se ha convertido en un eufemismo para denominar la poesía completa de José María Álvarez) es un libro tan rico y sugestivo que, en un mundo ideal, tendría que tener no sólo unos cuantos ensayos dedicados a explorar sus entresijios sino, sobre todo, un sinfín de lectores. Básicamente porque se encuentra lleno de brillantes, soberbios textos entre los que siempre aparecerá uno con el que -no importa la edad o procedencia del lector- poder identificarse o conectar.

He leído algunas de las ediciones definitivas de Museo de cera varias veces a lo largo de mi vida y siempre he tenido la sensación de encontrarme ante un templo de la poesía universal. Estar abriendo uno de esos cofres donde se honra y exalta la literatura como si fuera un objeto sagrado y se considera la escritura un ente de naturaleza divina al que no existe mayor honor que consagrar la vida. A lo que han contribuido decisivamente, desde luego, las citas que abren cada poema. Esos fragmentos de libros clásicos desperdigados por aquí y por allá como amplificaciones de la voz de Álvarez. Un escritor que, teniendo en cuenta la ductilidad y constante genialidad mostrada en este altar artístico, siempre me ha causado la impresión de no haber sido jamás joven. De haber sido siempre un escritor maduro y predestinado.

Supongo que mis palabras parecerán exageradas a muchos pero tengo a Museo de cera como uno de los diez libros esenciales de la lírica española del siglo XX. Una excesiva (casi carnavalesca) obra maestra en la que Álvarez ha sido capaz de adoptar todo tipo de recursos y estilos con abrumadora naturalidad. Pues todo lo imaginable se halla en este amplio baúl: pasión, noctambulismo, dandismo, versos heridos, crueles, amorosos, eróticos, desplantes estéticos, memorables aforismos, decadentes recorridos por vetustas ciudades, escenas operísticas y rememoraciones históricas e infantiles. Y además, todo ello se encuentra dispuesto con tanto talento que no cabe más que rendirse ante un hombre capaz de vislumbrar las calderas de donde han surgido las más resistentes, refulgentes gemas poéticas a lo largo de los siglos y que no sólo se contenta con homenajear a Kavafis, Jaime Gil de Biedma o Baudelaire sino que extiende su legado, aportando su hedonista visión personal del arte y la vida. Fabricándose de paso un personaje arisco e incisivo, sensible y culto, que remite por igual a los grandes poetas románticos, los crepusculares burgueses y estetas de la Europa de entreguerras y esos ácidos e irónicos individualistas anárquicos e inclasificables (Álvarez es tan capaz de dedicar un poema a Margaret Thatcher como de hacerlo con cualquiera de sus némesis) que, de tanto en tanto, surgen en la historia del arte, confundiéndose entre las brumas de la memoria y el presente.

Museo de cera es un libro lleno de magia y pasajes y versos memorables. Probablemente porque aunque la ambición de Álvarez es tan inmensa como su amplio bagaje cultural, los poemas están escritos con sencillez y claridad. Cualquier lector puede disfrutarlos aunque puede que sólo los amantes de la literatura comprendan sus últimos recovecos.

En realidad, Álvarez no es un poeta complejo. Sus experimentos siempre están contenidos y su pasión siempre se encuentra canalizada al servicio del poema Es un escritor total y absoluto, enamorado de la vida y la belleza. Un esteta aventurero que siempre intenta hacerse comprender y posee una mirada amplia que le permite colocarse un traje diferente o adoptar una voz distinta en cada poema.

Obviamente, Álvarez no es Pessoa. No es ni se convierte en los personajes que describe sino que mira a través de ellos, extrayendo enseñanzas de sus actos pero, en cierto modo, sí es un poeta múltiple. Un poeta que recorre épocas distintas y libros como si estuviera acariciando el cuerpo de una mujer. Con sensualidad, desparpajo y avidez. Con la intensidad de quien desea todo pero, al mismo tiempo, es capaz de contenerse, aprender de la historia y extraer enseñanzas del placer y la locura, como si fuera un sabio estoico. Uno de esos caballeros mediterráneos capaces de conjugar picardía y elegancia y el saber de los siglos con el idealismo voraz de la juventud. El placer estético y erótico con el rigor. Un cruce entre Lampedusa, Lawrence Durrell y Milo Manara a orillas de un cálido río.

Tal vez, el mayor problema de Museo de cera (desde su ya lejana edición completa de 1978radique en que se trata del tipo de libro que justifica una vida. Álvarez podría no haber escrito nada más y hubiera tenido su rincón asegurado en el Parnaso. Porque es un libro lleno de sorpresas e incontenibles deseos. Un amplio armario plagado de misterio del que brotan a todas horas las voces de los grandes poetas muertos. Es un precipicio desenfrenado que honra el arte. Un retrato descarnado de un alma soberbia y orgullosa pero generosa y apasionada que prefiere muchas veces la compañía de los inmortales artistas que la de sus contemporáneos y moriría antes de dar un paseo con un traje arrugado por un jardín o las angostadas avenidas de una mítica ciudad de ensueño.

Álvarez es un irreverente Maquiavelo poético que de sus contradicciones, sinsabores, ambiciones y desplantes ha conseguido extraer el maná necesario para trazarse un personaje de leyenda. Un señor crepuscular cuyos ojos y corazón han sido alumbrados por el oro de Venecia tantas veces que ha terminado por dejar ciegos a sus lectores. Convirtiendo su memorable libro en un viaje por las sombras de un castillo poético lleno de coloridos vestíbulos donde se esconden innumerables secretos y nocturnos versos que, desde luego, se saborean mejor con un vaso de whisky en las manos que con un lápiz. Y a ser posible, con un cigarrillo de opio y un retrato en blanco y negro de una amante desnuda a la vista. Shalam

إِنَّ الرِّجَالَ لاَ تُكَالُ بِالْقُفْزَانِ، وَلاَ تُوزَنُ فِي الْمِيزَانِ

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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