Melmoth el errabundo es un clásico. Pero un clásico discontinuo. No es una novela perfecta pero sí intensa y amplia. Una de esas que apuestan al infinito y surcan los abismos cuyo mayor defecto, por tanto, son sus inmensas ambiciones. El deseo de condensar el infierno en sus páginas.
Varias veces he estado a punto de abandonarla, pero las grandes novelas siempre reservan sorpresas. Cada vez que he intentando dejar de leer el texto, una garra ha surgido como un torbellino, obligándome a leer de nuevo. Los ojos de Melmoth se han fijado en mí como dos puñales y he debido reconsiderar mi postura. Algo que agradezco porque ayer experimenté un placer muy agudo al leer la escena en la que un joven español, Moncada y un fraile asesino intentan fugarse de un monasterio. Un pasaje demoledor lleno de frases parecidas a súcubos y serpientes. Agobiante e intimidatorio.
Dejo a continuación una reflexión de la escena recién citada, contenida en este libro-revelación y neurótico contra el que, como si fuera una tempestad, llevo luchando varios meses sin saber quién ganará. Aunque ya puedo aventurar que será él quien venza pues soy consciente de que mi alma no descansará hasta que lo termine: «yacíamos en el suelo: sin atrevemos a hablar; porque ¿de qué podíamos hablar sino de la desesperación, y cual de nosotros se atrevía a agravar la desesperación del otro? Esa clase de miedo que sabemos que sienten otros, y que tememos agravar si hablamos aun con quienes ya lo saben, es quizá la más horrible sensación jamás experimentada. La misma sed de mi cuerpo parecía desvanecerse ante la ardiente sed de comunicarse del alma, cuando toda la comunicación era inexpresable, imposible, desesperanzada. Quizá se sientan así los espíritus condenados al llegarles su sentencia final, cuando saben todo lo que tienen que sufrir, y no se atreven a revelarse uno a otro la horrible verdad, que ya no es un secreto, aunque el profundo silencio de su desesperación así lo hace parecer. El secreto del silencio es el único secreto. Las palabras son una blasfemia contra ese Dios taciturno e invisible cuya presencia nos envuelve en nuestra última extremidad». Shalam
إِذَا طَالَتِ الطَّرِيقُ كَثُرَ الْكَذِبُ
No hay mayor dolor que recordar los tiempos felices desde la miseria
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