The Piper at the Gates of Dawn es un disco que resume y a la vez inventa una época. Un enorme tren psicodélico que es la punta de lanza del rock progresivo y experimental. Una obra que condensa la maravillosa locura en que se convirtió la música durante la década de los 60 del pasado siglo.
Psicofonías, aullidos, sítares, alucinados desarrollos instrumentales. The Piper es una olla mágica en la que cada condimento tiene un sabor único y cobra un protagonismo especial al ser degustado. Una bomba de relojería cuya mera escucha sirve para entender y casi que saber, sin necesidad de experimentarla, lo que es una ingesta de LSD. Al fin y al cabo, The Piper es un viaje ácido. Un cuelgue impresionante, casi una improvisación o un concierto en directo cuya mayor virtud radica en que, a pesar de que los músicos parecen tocar drogados, nunca desbarranca. Todo lo contrario. Puede que tanto por la pericia instrumental como por la concepción del arte que poseía cada uno de los miembros de Pink Floyd. Una banda de rock que, al menos durante sus primeros años, componía canciones abiertas y caleidoscópicas y se manejaba tanto en el escenario como en los discos como si fueran músicos de Bebop.
Pienso, de hecho, que The Piper es el disco que pudieran haber grabado Charlie Parker, Dizzy Gillespie y Miles Davis de haberse dedicado al rock porque es un delirio de improvisación. Una partitura abstracta que se hace y rehace constantemente en cada escucha. Una obra en la que cada instrumento tiene vocación de pájaro. Vuela libre y cuando menos se lo espera, se une al resto en su viaje por los cielos. Hay canciones en The piper que parecen tanques. Misiles. Trenes que van a arrollar a los oyentes y de repente, se convierten en mariposas y flores que casi que se pueden oler. Otras que son semejantes a lienzos surrealistas. Relojes de Dalí derritiéndose y ovejas con cuerpo de pato. Y muchas que son pura ambrosía. Fresas derritiéndose en el paladar de los melómanos.
The Piper es una experiencia auditiva. Un disco que se hizo para escuchar drogado en medio de una montaña o con unos auriculares. Una inquietante y extrema grabación que recorre todas las paletas de la música pop y podría funcionar perfectamente como banda sonora de una película de ciencia ficción o de un documental experimental. Es, en definitiva, una locura que convirtió a la música durante unos años en el territorio de lo imposible. La guarida de lo improbable. Un pasaje para visitar el país de las maravillas y el de Nunca Jamás y realizar todo lo imaginable y concebible. Tanto es así que Syd Barret, su principal instigador, el genial cerebro que puso orden (y amplificó el desorden) de las innumerables ideas que latían en la banda, nunca volvió a ser el mismo tras su grabación. Se perdió durante años en su propio limbo y frontera mental observando los pétalos que caían del inmenso árbol psicodélico que había sembrado. Bastándole con regarlo y plantar nuevas semillas de tanto en tanto para dotar de sentido a su periplo creativo. Una prueba esta, al fin y al cabo, de que hay límites que tiene su precio traspasar. Y de que, en su momento, The Piper desbordó todas las fronteras y márgenes musicales y artísticos conocidos. Y todavía ahora, continúa rebasándolos. Shalam
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