Queen fueron uno de los productos más genuinos y originales de una época en la que el rock era una utopía. Un circo de colores fantásticos donde todo era posible. No había limitaciones y siempre se podía ir un paso más allá. Ellos, por ejemplo, mezclaron el glam con la ópera y el techno-pop con un desparpajo y talento inigualables porque posiblemente fueron de las bandas que mejor escogieron sus disfraces en el baúl de la cultura popular. De las que con más lucidez entendieron la música pop como un forma de arte travestida. La cola de un elegante vestido que podía ser usado en un casino, un prostíbulo o en la hípica.
Ciertamente, abrieron un hueco por el que fusionaron la cultura de masas con la elitista de una forma pocas veces vista hasta ahora. Pues hicieron de la ópera algo sucio sin restarle elegancia y del rock canalla y peleón un arte culto y delicado. Convirtieron el mundo adulto en una astracanada y el adolescente en un poema decadente. Transformándose, por arte de magia, en una banda para masas a la que su desenfada mezcla de estilos le permitía conectar con todo tipo de públicos. Probablemente porque Queen no eran sólo símbolo de calidad sino de diversión. Prometían lo imposible y convirtieron lo cotidiano en un espectáculo de feria. Una pantomima eterna. Y además, devolvieron el humor al rock. De hecho, todavía hoy, decir Queen es sinónimo de pasar un buen rato. De ocio fino y sucio. Pues sólo hace falta ver algunos de sus videos para entender que, a su manera, eran al rock lo que los hermanos Marx al cine.
Queen eran arrolladores. Un grupo que parecía haber surgido de una botella encontrada en algún océano y tener la fórmula para transmutar la sexualidad en canciones. Bebían de todas las fuentes y raíces y reinterpretaban los estilos musicales a los que se acercaban con tanta fluidez y soltura que transformaron sus conciertos en espectáculos teatrales. Rituales kitsch de alto impacto.
Tenían la fuerza de The Who, la versatilidad de Bowie, la magia de T. Rex y, sobre todo, contaban con un superdotado al frente: Freddie Mercury. Un artista megalómano que era la viva imagen de la sexualidad. Aunque no sólo era un cantante andrógino, feliz propietario de una voz deliciosa y sensual, sino ante todo, un orgásmico showman. Un hombre-orquesta. Un excéntrico actor. Un Leo de manual que lo mismo recordaba a un presentador de variedades, a un mago llevando a cabo un truco de cartas con las manos que a un danzante de cabaret o claqué.
Desde luego, su dominio escénico era total. En los conciertos se movía con la confianza que sólo poseen los elegidos. La misma sencillez y habilidad que tenía, por ejemplo, Johan Cruyff, al desplazarse por el césped durante el Mundial 74. Como si el escenario fuera el patio de su casa y él una mezcla entre un bailarín de ballet, un tenor de ópera y un rockero visceral. Sacrificado y al mismo tiempo, pagado de sí mismo. Consiguiendo que lo sobrenatural pareciera normal y los raptos de inspiración un hecho común. Algo que obviamente, lo convirtió en inimitable. Pues nadie en su momento ni ahora ha podido llegar donde él lo hizo: una peligrosa zona artística llena de excesos en la que lo sublime y lo ridículo se besan mutuamente. Se transforman en amantes inseparables.
Lo cierto es que la personalidad de Freddie Mercury era tan excepcional que prácticamente ha eclipsado al resto de miembros del grupo. Algo injusto porque si el temperamento de Freddie pudo brillar como lo hizo fue porque la banda que tenía detrás estaba perfectamente engrasada. Funcionaba como un mecano.
Brian May era, por ejemplo, un guitarrista tremendo, que sacaba riffs de su guitarra parecidos a puñales. John Deacon, un bajista eficaz cuyo talento sostenía todo el entramado rítmico de la banda. De hecho, su sensual manera de tocar su instrumento es casi la marca del sonido Queen. Y Roger Taylor era, sin dudas, un batería espléndido. Contundente y perspicaz. Capaz de hacer sonar su batería como un bombo de discoteca. Pero todos ellos sabían quién era el jefe de la función, el león de la selva, y se dedicaban estoicamente a cumplir su cometido. Sin brillar más de la cuenta. Ya que de no ser así, hubiera sido muy fácil que, teniendo en cuenta los distintos palos que se atrevieron a tocar, se hubieran despeñado por innumerables abismos hasta convertirse en una parodia. Ser fuente de inspiración de cualquiera de las escenas de Spinal Tap. Pero afortunadamente, no fue así. Y si hoy recordamos a Queen es por clásicos imposibles como «Bohemian rhapsody», «Friends will be friends», «Radio Ga Ga» y por deliciosos e inolvidables discos como A night at he Opera, The Works o News of the world que, indudablemente, en otras manos serían sinónimo de desastre y en las suyas, rozan lo sublime.
De entre todas sus obras, yo prefiero A kind of magic. Probablemente porque fue con la que los descubrí. Una fantasiosa nana deliciosa y atmosférica que contenía temas entrañables, trallazos hard rockeros, deliciosas sinalefas musicales y baladas memorables que, sí, tal vez rocen el kitsch pero están interpretadas con tanta pasión y convicción que finalmente, hacen saltar las lágrimas.
A Queen, desde luego, se le pueden achacar muchos defectos pero no ese: la ausencia de convicción. La falta de fe. De hecho, ese es el sostén de su obra. La confianza para hacer lo imposible realidad. Transformar un cóctel de sabores amargos y dulces en algo inolvidable: un terremoto musical lleno de suspiros, arabescos, sexo incontenible y fantasía épica. Una ópera rock interpretada en las profundidades de la tierra. Shalam
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