Soy de los que piensan que La Puerta del cielo es una obra maestra. Pero también, en parte, una obra fallida porque ni siquiera la muy mejorada versión de 219 minutos termina de hacerle justicia.
Yo al menos quisiera que este agónico, lánguido filme se extendiera por una o dos horas más para disfrutarlo total, completamente o que hubiera sido una serie televisiva y se hubiera podido desarrollar pacientemente en toda su plenitud durante al menos una temporada. En esencia, porque su aparente lentitud, esos diálogos sordos y los movimientos estilizados de los personajes consiguen que me abstraiga del mundo real. No sólo que conecte con el drama allí representado sino que sienta que el tiempo fluye de otra manera, (según la concepción del mismo de la época que retrata -el final del siglo XIX-), y casi que palpe el sudor de la pantalla o escuche los pensamientos que rondan la cabeza de los personajes.
La puerta del cielo es una de esas raras películas en que uno percibe mejor lo que ocurre por los silencios o los gestos que por las palabras. Es country minimalista. Una canción de un solo tono sostenida en el tiempo. La garganta de Bob Dylan corroída por el whisky narrando una epopeya llena de antihéroes. El western convertido en film de culto. Una película ceremonial de ritmo y estética europea. Una solitaria ópera donde el paisaje, los colores del cielo, el polvo, las montañas tienen una importancia descomunal hasta el punto de convertirse en un personaje más y sostener diversos planos y secuencias. Ayudando a profundizar en la soledad y, sobre todo, la indefensión de las víctimas y la crueldad de lo vivido.
La puerta del cielo narra un acontecimiento difícil de entender para los propios norteamericanos. Uno de los borrones de su historia. Casi un atentado contra su propia leyenda: la guerra de Johnson County. La matanza, la lucha de los propietarios de tierras y ganaderos de Wyoming contra los emigrantes de origen europeo instalados allí. Pero lo hace sin rotundidad. Con distancia y, al mismo tiempo, solemnidad.
Nunca ha estado, de hecho, tan cerca Terrence Malick de tener a un hermano artístico. Porque Michel Cimino, como Malick, dota de una dimensión metafísica a la obra. Utiliza cada vibración para presentarla como una metáfora de la condición humana. No hay muerte, incluso la más visceral y cruel, que no esté filmada poéticamente, con una épica apocalíptica y extrañificada que explica el por qué la obra puede llegar a absorber al espectador o expulsarlo. El estado de Wyoming parece, por ejemplo, en este film La Patagonia, el fin del mundo o una especie de paisaje dantesco.
La puerta del cielo tiene varias escenas monumentales. Los bailes que en ella aparecen han pasado a la historia como los de El gatopardo. Pero, sin embargo, es en las acotaciones, en los detalles, en los pasajes sin apenas importancia aparente donde al menos a mí me fascina: las historias de caza, la manera de agarrar una pistola, de confrontar una situación.
La puerta del cielo parece un episodio, un juramento bíblico. Es un hiperrealista fresco con ciertos matices costumbristas que, sin embargo, es capaz a su vez de desdoblarse espiritualmente haciendo escuchar los lamentos de los profetas libertarios norteamericanos -Emerson, Thoreau, Walt Witman- ante lo allí expuesto. Pues tiene un pie en este lado de la realidad y otro, en el más allá. Parece, ciertamente, una obra protagonizada por muertos. Seres que, a pesar de sus ambiciones, se encuentran aferrados levemente a la tierra. Posee, por tanto, un halo de película fantasmagórica además de ser una fiel recreación histórica. Y es ahí donde termina por conquistar sin que importe lo que ocurra en la pantalla. En su voluntad de alejarse del presente.
Cuenta la leyenda que el desastre comercial del film de Cimino acabó con el cine de autor norteamericano, obligado a refugiarse con los años en el cajón Independiente. Pero creo que esto es una mera excusa para no enfrentar que una cierta manera de narrar había llegado a su fin. Sobre todo, por el advenimiento de la era Reegan, los videojuegos y la popularización de las videocaseteras.
En este sentido, La puerta del cielo sirve como corolario al principio del ocaso de la libertad en la sociedad global y de los movimientos contestatarios. Es una obra donde la presencia de una marca sería un sacrilegio y que vislumbra el futuro capitalismo como una máquina de olvido histórico. Y además, permite ejercer una comparación entre la matanza de los emigrantes de Wyoming hace un siglo con la que progresivamente cometería el sistema económico norteamericano no tanto ya con los cuerpos y almas sino con las culturas autóctonas de los futuros viajeros que quisieran instalarse en la puerta del cielo moderna. Aunque, en este caso, probablemente sería más apropiada denominarla como la puerta del infierno. Shalam
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