No comparto la opinión de quienes lo califican de obra maestra pero, desde luego, que considero La gran belleza un magnífico film. Hacía tiempo que no me había sucedido pensar en las imágenes de una película durante uno o dos días después. Tener ganas de volver a contemplar algunas escenas. Y sentir en mi estómago todo el cinismo y falsedad de un personaje cuyo fracaso existencial se transmite y duele. Para mí, Paolo Sorrentino ya era un referente a tener en cuenta desde que vi Las consecuencias del amor. Pero, bajo mi punto de vista, el cineasta napolitano necesitaba ofrecer una obra que apuntara a más altas cotas para poder empezar a considerarlo un grande. Y con La gran belleza, desde luego, lo ha conseguido. O al menos se ha acercado a esos territorios a los que sólo algunos llegan. Ofreciendo un retrato de un decaído e impostado escritor (excepcionalmente interpretado por Tonio Servillo) que ejerce como símbolo y metáfora de Italia y, en parte, Europa. Y es un pariente lejano del periodista interpretado por Marcello Mastroianni en La dolce vita.
¿Qué es lo que aporta Sorrentino a la corrosiva mirada de Fellini sobre los años del «miracolo economico italiano»? No demasiado. Más bien, lo que hace es constatar el absoluto declive de una civilización. Confirmar que lo que hace décadas era ya un mundo decadente ahora directamente es macabro. Si en los films de Fellini, todavía se atisbaba cierta grandeza, había impreso en el rostro de los actores un gesto de orgullo y la pantomima social todavía provocaba algo de risa, en la creación de Sorrentino, no hay nada de esto en absoluto. Los gestos se han vuelto mueca superflua, ademán vacío que trasmite soledad, abatimiento y depresión que no deja espacio ni siquiera a esa atonía y angustia existencial que aparecía en determinados momentos durante La dolce vita. En gran parte, porque la Roma de Sorrentino ya es más un artificial decorado que un paisaje. Se ha convertido en un pastiche. Un refrito de la efervescente ciudad que Fellini retrató majestuosamente que era, a su vez, refrito de la clásica, renacentista y barroca. Decía Pier Paolo Pasolini que el fascismo siguió reinando (aun oculto) en Europa (y más, en concreto, Italia) tras las guerras que devastaron el continente. Y lo hizo con la ayuda de los mass-media, a través de la moda. Esclavizando a los ciudadanos libres a la ropa y el físico. Ajustando su imagen a un ideal que los manipulaba. Si a este paisaje, le añadimos unas gotas de capitalismo desenfadado y desatado y otras de crisis económica y de «spleen» latino y mediterráneo, nos haremos mejor la idea del campo de batalla retratado por Sorrentino. El poso amargo que deja su visión de una Roma a la que recubre de fantasía para destacar aún más su carácter de cartón piedra.
Hace unos días, de hecho, revisando el Casanova de Fellini, volví a deleitarme con el mar de plástico que el cineasta hizo construir para filmar los viajes por el mar del seductor veneciano. Y lo cierto es que ese decorado artificial parece más auténtico que los reales retratados por Sorrentino en La gran belleza. Una película que es tanto un retrato exacto de las funestas profecías de Pasolini como una oda posmoderna a las ideas de Gabriele D’Annunzio. Y acaso también una mirada desprejuiciada e incisiva a las bambalinas de un anuncio de Martini. Es, en definitiva, una ópera que retrata sin piedad el mundo adulterado y lleno de glamour que rodea a un escritor enamorado de una belleza distante y evanescente, que se le va de las manos conforme parecen escaparse para siempre los sueños de libertad, igualdad y fraternidad de una Europa aplastada por la dictadura económica y la servidumbre empresarial. Shalam
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