¿Qué leche le habrán dado de mamar a ese capullo? Supongo que esta pregunta se la hicieron unos cuantos locutores deportivos, viejas leyendas y respetables ancianos las primeras ocasiones en las que observaron a John McEnroe protestar y organizar uno de sus habituales guirigai dentro de una pista de tenis, sin importarle si el torneo era amistoso, de competición o se celebraba en la mítica Centre Court de Wimbledon, la elegante Philippe Chatrier de Roland Garros o una de impronunciable nombre japonés. Aunque, con el tiempo, al igual que el resto del público, supongo que se acostumbrarían a los desplantes del niño terrible de un deporte que, hasta su aparición, era considerado una actividad recreativa entre «caballeros» y, en la mayoría de los casos, se dedicarían a disfrutar con sus salidas de tono o sus explosivos arranques sin los cuales no se comprendía (ni se terminaba de gozar) su endiablado tenis.
No sé realmente qué se recuerda más a día de hoy de McEnroe. Si su enorme talento o su rabia. Supongo que ambos aspectos porque su genialidad en el juego iba unida, en cierto modo, a su incontrolable temperamento. Mac era un huracán tenístico muy difícil de domar y, cuando estaba desatado en todos los sentidos, desde luego que era un grandioso espectáculo que nadie en su sano juicio deseaba perderse. De hecho, sus neuróticos gritos eran la fruta del postre de cada uno de sus partidos. Una mezcla entre rabieta e ingenio que amortizaba el pago de cualquier entrada porque Mac rompía raquetas como si fueran guitarras; con cierto espíritu de rock star y de chiquillo mal criado. Aunque, obviamente, eso también le ganó una bien merecida fama de ser un niño consentido. Uno de esos ricos mamones que cumplen todos los estereotipos del chulo norteamericano prototípico. Un jovencito egoísta que no se había enterado de la crisis del petroleo, ni de que el punk había estallado ni tenía conocimiento alguno de los traumas que había dejado la guerra de Vietnam y vivía en un eterno anuncio de Marlboro. Un comercial de un prefabricado desodorante para adolescentes rebeldes.
En realidad, McEnroe era un reflejo, casi una metáfora perfecta de la Norteamérica de Reagan. De la total incapacidad para la frustración de la población. Mac quería comerse el mundo y alcanzar el triunfo ya. Sin esperar ni un solo segundo. Era un niño grande que tenía que ser a la fuerza el rey del mundo y si no lo conseguía, emitía alaridos y gritos con la misma facilidad con la que su país lanzaba bombas sobre los países que no aceptaban sus directrices políticas. Por aquellos tiempos, EUA amenazaba invadir naciones extranjeras con la misma facilidad con la que el tenista neoyorquino accedía al campo contrario o se ponía a discutir con el árbitro cuando el partido se le ponía cuesta arriba. Para McEnroe y el país de Reagan, las reglas estaban para romperse. No tanto como acto subversivo sino por imperativo divino. Casi por capricho.
Que los norteamericanos eran los nuevos dioses era una sentencia que, por aquel entonces, no se podía poner en duda ni cuestionar. Y mucho menos en el caso de un niño prodigio del tenis que había nacido únicamente para ganar o ganar. Un chico que tenía el capitalismo inoculado en la sangre desde el primer biberón y que gozaba de una exquisita técnica tenística aprendida en academias deportivas (no muy distintas de las militares) donde se fabricaban números uno con la facilidad con la que se construían coches o comida basura en la fábricas.
Lo cierto es que esta presión probablemente perjudicó a McEnroe bastante más de lo que le benefició. Más de una final trascendental la perdió, por ejemplo, por ser incapaz de controlar su carácter. Respirar, tranquilizarse y poner su mente en blanco. En cierto sentido, -debido a las exigencias internas y externas- Mac jugaba siempre como si tuviera burbujas en vez de sangre y fuera un vaso de Coca-Cola a punto de estallar. De hecho, su palmarés (únicamente posee siete Grand Slam cuando su talento le daba perfectamente para tener al menos el doble) y su prematura salida del primer escalafón tenístico, creo que tienen más que ver con su incapacidad para mantener el control y aceptar las derrotas con cierta naturalidad, que con sus condiciones para la práctica del tenis. Tanto es así que si no hubiera sido porque, en el fondo, era un hombre sumamente inteligente y era capaz de reírse de sí mismo, estoy seguro de que se hubiera convertido prematuramente en un juguete roto y su vida se hubiera visto abocada finalmente a la tragedia. Un abismo que bordeó y que miró de frente pero del que se pudo escapar con la habilidad con la que hacía un globo, una dejada o movía su muñeca. Lo que, empero, no le bastó para casi terminar convirtiéndose en otra víctima más del capital. De esa competitividad extrema que parecía gustarle y oprimirle a la vez. Parecía ser un estímulo y, al mismo tiempo, un demonio que le chupaba la sangre.
Con el tiempo, se supo que, tras el primer desplome en su rendimiento deportivo, comenzó a doparse y que, durante sus años de apogeo, acostumbraba a consumir la droga por excelencia del capitalismo yuppie de los 80: la cocaína, además de ciertas briznas de marihuana. Algo lógico porque McEnroe no fue sólo un producto capitalista. También tenía un corazón humano y muchas veces -repito- sus gritos contra el público, árbitros y contrincantes no se sabía si eran, en verdad, contra esa educación maquinal, casi inhumana, que si bien le había convertido en un as del tenis, también le había robado su juventud. Sometiéndole a una presión insoportable que nunca pudo terminar de digerir hasta que se retiró y pudo al fin, casi con desahogo, dejar de competir contra los otros y contra sí mismo.
McEnroe era una mezcla casi irreal entre un niño mimado y un genio. Un rebelde lúcido y una creación de laboratorio. Era un guerrero. Un estandarte de los primeros grandes pasos del deporte industrial. Un deportista con alma de cantante de grupo de A.O.R que al mismo tiempo recordaba a los viejos rockeros. De hecho, si tuviera que ajustar más la definición, me atrevería a sugerir que era como un disco de The Eagles o Boston con guitarras guarras. Una mezcla muy rara que me parece que le permitiría protagonizar sin problemas una novela de Breat Easton Ellis, hacer una aparición estelar en otra de David Foster Wallace o Thomas Pynchon y hacer cameos en Los Simpson o un trasnochado film de Paul Thomas Anderson.
¿Por qué? Básicamente, porque McEnroe era un héroe nihilista que aún se acordaba del hippismo. Mezclaba el espíritu contestatario con el confort: la mochila al hombro y los rizos despeinados con el glamour. Una conjunción tan imposible y rara como su tenis teniendo en cuenta que, en sus mejores momentos, Mac era un dechado de recursos casi renacentista. Un prodigio de técnica, habilidad y fuerza como pocas veces se han visto y verán en este deporte.
En fin, McEnroe, como prueban sus irritaciones, era ante todo un deportista humano. Un niño al que quisieron convertir en superhombre y casi que mata a un árbitro de un pelotazo para demostrar que él estaba por encima del tenis. Probablemente, debido a que -parafraseando a Nietzsche- era humano, sí, demasiado humano. Un rayo de capitalismo ansioso. Shalam
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