Me encuentro ahora totalmente absorto y concentrado en Puercos. Un impulso que desearía seguir sosteniendo durante un tiempo más hasta que la obra conquiste su forma definitiva. Eso sí, afortunadamente, esto ya se encuentra ocurriendo. La novela ha pasado su ecuador y comienza a perfilarse la conclusión de la Trilogía del odio.
En fin, a pesar de estoy deseando escribir varios averías sobre cine y música, como no deseo perder la concentración y el ritmo de escritura y corrección que estoy teniendo estos días al ritmo de las feroces salvajadas de Opeth, los chillidos de Rob Halford y la violencia épica de The Cult, he decidido incluir aquí un fragmento de la novela que definitivamente no aparecerá en Puercos. Proceso que repetiré siempre y cuando piense que lo desechado posee cierto interés y continúe absorto con la escritura de un libro que me atrevería a definir como un carnaval a mitad de camino de El jardín de las delicias, Las 120 jornadasde Sodoma y Gomorra y Transtorno.
Ahí va:
«Cuando Platón conoció a Sócrates en su primera juventud, desde el principio, quedó asombrado por su liberalidad, generosidad y desparpajo sexual. Pues Sócrates solía acompañarse de jovencitos desnudos cuyo trasero y pene acariciaba o pellizcaba conforme emitía sus razonamientos sobre el mundo de las ideas y los universales lingüísticos. Algo realmente escandaloso para el filósofo ateniense puesto que no había presenciado jamás a un hombre de educación esmerada, razonando delante de esclavos. No importa lo atractivos que estos fueran.
Ciertamente, Platón quedó impresionado por la belleza de muchos de esos hombres que acompañaban a su maestro y, años más tarde, en su Fedro, le haría decir aparentemente emocionado por el jardín en que se hallaba: “Hermoso rincón con este plátano tan frondoso y elevado. Bajo la carnosa fruta mana una fuente deliciosa”. Reflexión que hay quienes creen, se refería, en realidad, a su esclavo Solón aunque podía también aludir a un siervo nubio y negro cuyo pene solía tomar dimensiones enormes cada vez que el sabio pronunciaba un discurso sobre el amor. Referencia que se vio obligado a esconder puesto que hubiera sido ciertamente punible dejar escrito un elogio dedicado a cualquiera de aquellos lacayos acerca de los que no hacía demasiado tiempo se habían celebrado debates sobre si tenían alma o no o en qué debían diferenciarse sus derechos de los de los animales». Shalam
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