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Ene 14, 2014 | 0 Comentarios

Estoy convencido de que pasen los años que pasen, siempre habrá un adolescente que volverá a contemplar cualquiera de los tres película que interpretó James Dean y se sentirá identificado con él.

Quienes tuvieron el privilegio de contemplar sus films en pantalla grande en los años de su estreno, comentan que el impacto fue inmenso. Algo parecido a asistir a los primeros shows de Elvis. Puro rock and roll. El rostro de Dean apuntaba al principio de una nueva era. El adiós para siempre a los años de guerra. La bienvenida a un mundo de excesos. Un tiempo en que los jóvenes serían protagonistas. Se les mimaría y respetaría para que consumieran y podrían expresarse como lo necesitaban y ansiaban. Con la misma rabia y desesperación con que lo hacía el chico de Indiana en Rebeldes sin causa. Bastó verlo moverse inquieto y con la mirada perdida en torno al burdel que regentaba la señora Kate en Al este del edén para que algo muy profundo en la psique norteamericana comenzara a agitarse. La mayoría de mujeres se enamoraron de él y muchos muchachos imitaron su peinado, su forma de caminar, de mirar, usar su cuerpo, voz y gestos para interpretar. Algo lógico porque Dean no era tan sólo un rostro bonito sino un actor con un talento inmenso que arrasaba en la pantalla no tanto por su rostro apolíneo sino por la forma en que transmitía emociones: fragilidad y arrogancia, descaro, inocencia y rebeldía. A lo que probablemente contribuyó desgraciadamente, una historia personal con determinados componentes oscuros (sufrió abusos sexuales por parte del párroco de su iglesia) que lo llevaron más tarde a cometer todo tipo de excesos con el alcohol y las drogas, realizar escarceos homosexuales y desarrollar un carácter incontrolable que lo hacía estar varios días sin ducharse y enorgullecerse de ello o arriesgar su vida en frenéticas actividades. Lo propio, por tanto, de un alma torturada que más que interpretar, se hizo uno con todos los personajes a los que dio voz y cuerpo y se dejó varios jirones de la piel en cada una de las escenas que protagonizó.

Por supuesto, yo viví durante un período de mi vida absolutamente obsesionado con su figura y amo cualquiera de las películas en las que apareció. Pero con el tiempo, su interpretación en Al este de edén me parece la más conseguida. Probablemente, por la belleza y trascendencia de la obra de arte a la que me refiero. Esa lírica revisión del mito de Caín llevada a cabo por Elia Kazan a partir de un material tan frondoso como la novela de John Steinbeck que retrata con una agudeza increíble tanto el alma del ser humano, sus miserias, rencores y envidias, como el de la Norteamérica profunda. Además, Dean se encontraba allí en toda su plenitud. Basta ver una sola de las escenas en las que aparece, para sentir que estaba sucediendo algo difícil de explicar. Que nos encontrábamos frente a una fuerza de la naturaleza capaz de traspasar la pantalla que expresaba mejor que nadie hasta entonces (con permiso de Marlon Brando) la incomprensión y rabia adolescente. La radical fuerza de la juventud, su desprecio a la decrepitud de los adultos y la angustia por haber caído en el tiempo. Y lo más sorprendente es que lo hacía con un solo gesto, casi sin necesidad de hablar, como si hubiera nacido con un único destino: contribuir al origen del pop y el rock. Y obviamente no me refiero tanto a la música en sí misma sino a la cultura y sobre todo, la actitud. La mirada y la pose, la manera de fumar, conducir o besar, de ajustarse unos vaqueros, la conciencia de que las reglas iban a cambiar y la escasa importancia que pasaba a tener lo que los demás pensaran de uno.

Con los años, David Lynch emborronaría este mito (me refiero al Dean convertido en epígono del mundo del rock) con su talento nocturno y habitual genialidad en obras como Cabeza borradora o Corazón salvaje. Y en parte, daría por terminada su era. Nos mostraría que todo aquello que tuvieron que decir aquellos tiempos y héroes, ya lo habían dicho y que su mensaje, (más en los oscuros, nihilistas tiempos que vivimos), ya no nos servía. O sí, siempre y cuando los observáramos desde un punto de vista siniestro y un tanto tenebroso. Observando los lóbregos motivos por los que surgieron y dejaron de brillar. Pero esto no puede evitar que al menos yo continúe emocionándome cada vez que contemplo un fotograma en el que aparece Dean. Más aún teniendo en cuenta su trágico destino. Aquel accidente de coche que le hizo, tal y como deseaba, dejar un cadáver bonito y contribuyó a agigantar su mito de una forma que el tiempo no ha hecho más que agrandar. Pues allá donde mire en la cultura juvenil, (desde Chris Isaak hasta el rock de los 60, desde American graffiti hasta el look de tantas bandas de brit-pop) se encuentra presente Dean. A quien debemos también agradecerle el comienzo de uno de los más hermosos temas del cancionero español del pasado siglo. Me refiero, claro, al sensual, nostálgico Las cuatro y diez donde Luis Eduardo Aute consigue con suma maestría en tan sólo cuatro versos hacernos tomar conciencia de lo que significó para los jóvenes de medio mundo observar a ese chico triste y solitario desplazarse por la pantalla grande. Shalam

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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