¡Cómo han cambiado las cosas! Hace varios meses, si así lo deseábamos, escritores y lectores podíamos estrecharnos las manos sin problema alguno. Yo solía pasar dos o tres días al mes dando a conocer mis novelas en algunas librerías. No era una labor fácil pero sí en algún caso satisfactoria. Igual que amo hablar de los discos, filmes y libros que me apasionan, también de los textos que escribo. Para la mayoría de los autores su trabajo termina tras publicar su obra, dar unas cuantas entrevistas y hacer varias presentaciones, pero para mí no. Creo que es necesario -y más para quienes no somos conocidos y no realizamos precisamente literatura amable- hacer algún esfuerzo más y a mí al menos me parecía interesante firmar en espacios que, en muchos casos, no eran necesariamente los que más sintonizaban con mi espíritu. Pero ¿qué le vamos a hacer? No todo puede ser perfecto ni como lo deseamos. Y, al fin y al cabo, ¿no era un triunfo que la joven que pensaba comprar el bestseller de turno se fuera con Martillo o Bruja debajo del brazo o que en unos grandes almacenes anunciaran por los altavoces una novela tan perversa y malévola como El jardinero?
Yo admiro casi más a los músicos que a los escritores y lo que he aprendido de muchos de ellos es que cualquier espacio (un tugurio, un bar, un teatro o un estadio) sirve para dar a conocer una obra. Es obvio que hay lugares más amigables y afines que otros, pero es sano mentalmente acudir a plazas diferentes. Probar distintas experiencias. Durante los meses anteriores por ejemplo a la muerte de mi madre, a mí realmente me fue de mucha ayuda poder desconectar de esa dramática situación y hablar del mezquino podador de plantas, de una loca hechicera encerrada en un castillo o de los siniestros geniecillos de Martillo. Ahora sin embargo esa experiencia sería imposible. Para departir con un lector, tendría que hacerlo tras un cubrebocas y desinfectar el bolígrafo minuto a minuto. ¡Un horror!
¿Qué puedo decir? Realmente, me produce tristeza ver las fotografías de admirados escritores firmando ejemplares desde sus hogares sin poder mirar a los ojos al lector ni chocar sus manos como hasta hace muy poco tiempo realizábamos. Por un lado, es cierto que tiene su interés y misterio dedicar un texto a alguien cuyo rostro desconocemos. Tal vez incluso sea más literario que el método tradicional. Pero no creo que haya que llevarse a engaños. El éxito de las Ferias de libros radica en el contacto cercano entre escritores y lectores. Yo recuerdo en la de Guadalajara encontrarme a varios metros de Álvaro Mutis, García Márquez, Carlos Fuentes, Sergio Pitol o Fernando del Paso en el plazo de unas horas. Una experiencia que justificaba el viaje desde la capital de México. Y por eso no puedo evitar hoy acordarme con nostalgia de esos días duros, sí, (incluso en ocasiones muy duros) en los que me colocaba en un pequeño atril, respiraba hondo y comenzaba a hablar con lectores (en la mayoría muy amables) que habían entrado a una librería a comprar un ensayo de Thomas Hobbes, una novela de Antonio Gala o una biografía rockera y salían con un libro mío firmado por la puerta; probablemente, eso sí, rumbo a la perdición. Shalam
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