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Feb 21, 2017 | 0 Comentarios

Entre la obra que leemos, contemplamos o escuchamos finalmente y la que tenía su creador en mente, existe muchas veces una gran distancia. Y a veces también entre la que hubiéramos querido disfrutar y la que se nos ofreció.

No tengo yo muchas pegas al Anticristo de Lars Von Trier. Hace más de un año, dediqué un avería a una película que, bajo mi punto de vista, mezcla con maestría varios géneros y estilos. Y desde luego, lleva al límite su propuesta. Ocurre simplemente que hay ciertos momentos del film que me parecen tan sugerentes que, en cierto modo, consiguen que mi imaginación se bifurque y cree continuamente nuevas historias a partir de lo propuesto por el director danés.

Semanas atrás, por ejemplo, pensando en Anticristo, forjé una escena en Puercos donde, en medio de un caserío solitario, se veía correr a una mujer desnuda, desesperada por haber perdido su hijo. Gritando sin cesar el nombre del niño, fuera de sí, con las uñas afiladas, sangrienta y sudorosa, abría las puertas de su hogar, el molino y la granja de puercos y borregos en busca de su marido. Y al hallarlo finalmente en el granero, hambriento, delgado, convertido casi en un despojo humano, comenzaba a golpearle con un látigo porque, a pesar de las palabras de aquel varón que yacía en el suelo meditabundo, ella sabía perfectamente que él era el gran responsable de la tragedia. Pues semanas antes, lo había visto a lo lejos, hablando con dos nobles subidos a un carruaje que se dirigían al solitario castillo gobernado despóticamente por el conde. Aquel furioso noble cuya crueldad y furia eran proverbiales así como su facilidad para hacer cumplir sus más perversos caprichos.

Todo le hacía sospechar a aquella mujer que, a cambio de algún favor maldito, su marido había entregado su hijo a los secuaces de aquel hombre infame. Y consecuentemente, se desarrollaban a continuación una serie de fragmentos narrativos llenos de oraciones crueles y sin piedad, inspirados en las torturas que el personaje de Charlotte Gaingsbourg inflinge al de Willem Dafoe en Anticristo que terminaban abruptamente con la muerte del hombre a manos de su esposa, mientras ella repetía insistentemente: «¿Por qué no te atreviste a matar al jardinero?, ¿por qué no te atreviste a matar al jardinero?, ¿por qué no te atreviste a matar al jardinero?». Frase que, supongo, costará entender en este contexto pero para quien lea en su momento El jardinero o Puercos, desde luego, que le resultará muy familiar.


La segunda escena era un poco diferente aunque había ciertas similitudes con la anterior. En ella se veía a un grupo de ciervos pastando tranquilamente en un bosque. Hasta que uno de ellos comenzaba a correr despavorido, realmente horrorizado, ante la llegada de decenas de jardineros que los perseguían encarnizadamente. Les arrojaban lanzas mientras emitían gritos, chillidos, parecidos a los de los grillos. Cuando, de lo alto del monte, aparecía una mujer media desnuda, con su vestido totalmente desencajado, corriendo con un puñal en sus manos, pidiendo auxilio porque su marido había matado a su hijo. No obstante, si bien al llegar junto al grupo de jardineros, parecía calmarse, serenarse, al preguntarle uno de ellos qué tipo de ayuda requería, ella se abría de piernas inmediatamente y con el rostro desgañitado, suplicaba que la follaran de una vez. Más aún, exigía casi que un maldito lobo la penetrara para conseguir olvidar el rostro de su niño muerto en manos de su esposo. Un señor arisco, meditabundo y oneroso al que dedicaba todo tipo de improperios y juraba matar conforme se ayudaba de sus manos para que los dedos de uno de aquellos jardineros viciosos que la contemplaban fijamente, fueran lentamente deslizándose entre sus senos y piernas.
En fin, ninguna de las dos escenas aparecerá, es cierto, en Puercos. Pero de alguna manera, existen independientemente de la novela, gracias a mis recuerdos del film de Von Trier. Es curioso, desde luego, que tenga que ser en Avería, en esta especie de purgagorio, espacio a medio camino de aquello que será desechado y lo que será (con suerte) publicado, donde hayan visto la luz. O no tanto. Toda obra de arte es un sueño que produce más sueños. De unos nos acordamos y de otros, no. Y las películas no son una excepción. Ellas también producen todo tipo de ensoñaciones y reflexiones que van y vienen. Permanecen o se pierden para siempre en medio del cenagal de pensamientos diarios. Shalam

إنَّ هَذا الشِّبْلَ مِنْ ذَلِكَ الأَسَدِ

¿Qué sentido tiene correr cuando estamos en la carretera equivocada?

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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