¿Existe un pensador político en la España actual más veraz, interesante y agudo que Antonio García-Trevijano? Puede que lo haya pero al menos yo no lo conozco. No obstante, no voy a referirme hoy a cualquiera de sus lúcidos textos e ideas sino a un aspecto de su personalidad con el que estamos acostumbrados a convivir quienes lo escuchamos semanalmente: su ira. Básicamente, porque es real. Auténtica. Es un ataque de racionalidad visceral que nace de las entrañas de su ser. Es provocada por su deseo transparente de luchar por la verdad, implica a todos los músculos de su cuerpo y es muy distinta de la que los personajes públicos suelen mostrar.
Hoy en día, normalmente, en los programas de debate semanales, muchas personas critican y muestran su indignación. No sólo levantan la voz y gritan histéricamente. Muchas veces, quiebran y agitan sus cuerpos, haciendo tambalear mesas y sillas. Pero estos individuos (o monigotes) por lo general, no provocan más que mi indiferencia. Un bostezo. Y no suelo prestarles atención porque no acostumbro a entender el motivo por el que protestan. Las razones de su enfado. Hablan y hablan y hablan. Intento entenderles pero no logro comprender a qué responden sus actos. Una circunstancia que, después de mucho pensar, me parece que tiene una explicación clara: a que mienten. Son farsantes profesionales que utilizan la ira para conseguir sus viles propósitos y objetivos. Generalmente, llamar la atención y hacer que el espectador no profundice en los motivos profundos de un debate. Pues su ira es como el llanto de un niño. Un pretexto para conseguir atraer miradas. Un reclamo para ser mimados por la audiencia y conseguir un aumento de dinero en su cuenta bancaria. Un alarde de narcisismo que no transmite más que vacío y frialdad. La gélida sequedad de los negocios.
Sin embargo, los habituales enfados de Trevijano son otra cosa bien distinta. Puro rock and roll. Un espectáculo que rezuma arte y autenticidad. Un contundente gesto quevedesco empeñado en entronizar el respeto y la dignidad. Son los resuellos de alguien que ha puesto su vida en riesgo varias veces por defender sus ideas. De una persona íntegra, avergonzada por la hipocresía, la falsedad y la estupidez que tantas veces domina el mundo.
Soy sincero al decir que sus enfados por lo general no me provocan nerviosismo alguno. Me tranquilizan. Son para mí una prueba de que la dignidad no tiene miedo. Habla fuerte y claro y con seguridad. Me parecen una maravillosa manifestación de pensamiento políticamente incorrecto y hasta me atrevería a decir que de profunda libertad. Y, desde luego, que puedo comprender tanto la raíz desde la que surgen como visualizar las teclas emocionales que se han movido previamente para que la voz del sabio se alce y extienda por los aires como si estuviera en juego su vida.
Exactamente, los enfados de Trevijano son reales, trasparentes y, sobre todo, muy humanos. No son un capricho sino casi un llamado al orden. Una sensata manera de demostrar que en la vida hay tontos, aprovechados, pillos, listos y sabios y no es bueno confundirlos. Y mucho menos, prestar la misma atención a todos por igual. La ira de Trevijano no es abusiva ni destructiva. No es una falta de respeto sino una manera de solicitar que haya respeto. Es un llamado de atención. Un juez tocando una y otra vez el martillo en la sala para que se haga al fin silencio, cesemos de perder el tiempo en chascarrillos y discusiones sin fuste y prestemos atención con todos los sentidos a lo esencial: las grandes ideas políticas que transformaron la humanidad y han ido forjando algunos de los rieles a través de los cuales el ser humano puede aspirar a alcanzar la libertad. Shalam
اِسْأَلْ مُجَرِّباً وَلاَ تَسْأَلْ طَبِيباًَ
El diablo es optimista si cree que puede hacer peores a los hombres
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