Johan Cruyff era una mezcla entre un matemático, un ajedrecista ruso y Salvador Dalí. Genialidad, desborde, intuición y disciplina estajanovista. Amagues, ardides, velocidad y destreza. Un desbordante cruce entre un rebelde y un líder capaz de controlar cada uno de los rincones del terreno de juego con una sola mirada. De hecho, era un visionario. Veía triángulos, combinaciones factibles y pases en diagonal donde la mayoría sólo adivinábamos piernas de jugadores.
Ciertamente, me bastaba escuchar su opinión para saber perfectamente quién ganaría un torneo. Aún recuerdo la serenidad con la que, tras la derrota contra Suiza y frente al griterío acomplejado y pesimista de muchos españoles, afirmaba que el favorito para ganar el Mundial de Sudáfrica 2010 continuaba siendo España. Una declaración más por otra parte entre un río continuo de ellas siempre inteligentes y sabias.
Cruyff era el fútbol. No sé si el inventor -este honor habría que dárselo a Rinus Michels- pero probablemente el mejor y más esmerado intérprete del fútbol moderno. Su mayor lector. Su cerebro era casi un ordenador y sus piernas eran capaces de desplazarse por el césped como un bailarín.
Cruyff era, ante todo, un hombre seguro. Había que estarlo para llevar hasta sus últimas consecuencias planteamientos ofensivos que ni los propios jugadores a los que entrenaba conseguían descifrar o, por ejemplo, para apostar por futbolistas con técnica de fútbol sala como Aloisio, confiar ciegamente en La Masía, plantar cara a la más rancia burguesía catalana a base de lucidez, descaro y osadía, bautizar a su hijo con el nombre de Jordi en honor a la región espiritual que lo acogió e hizo suyo -Cataluña- o sin ir más lejos, para atreverse a jugar al final de su carrera con el Feyenoord y conquistar una liga holandesa y una Copa del Rey como revancha por el mal trato que consideraba le había dado el otro club de sus amores: el Ajax. Ese Ajax que profesionalizó y convirtió en la mayor atracción del mundo del balón. Una auténtica máquina futbolística. Una locomotora deslumbrante que se encuentra en el germen de equipos míticos posteriores como el Milan de Arrigo Sacchi y por supuesto que el Barcelona de Guardiola. Un entramado técnico que controlaba los espacios libres de todo el campo y conseguía que los defensas pensasen como delanteros y viceversa y que hasta el portero se considerara un mediocampista capaz de organizar el juego.
Cuando uno contempla imágenes del Cruyff jugador percibe la elegancia. Siente que se encuentra ante alguien que ha conseguido hacer evolucionar el deporte varias décadas con su mera presencia o frente a un practicante de esgrima que manejaba el balón como un florete. Un estudiante aventajado al que el destino ayudó. Creció a medio kilómetro del campo del Ajax donde su madre trabajaba como limpiadora y se aferró a ese césped con obstinación puesto que procedía de una familia pobre. Su padre falleció de un ataque al corazón y eso le obligó a medir cada moneda que gastaba. Más aún, teniendo en cuenta que su figura emergió de las ruinas de esa Europa absolutamente desvastada y traumatizada tras la Segunda Guerra Mundial.
El espíritu libre de los 60, la disciplina táctica y el fútbol total de Rinus Michels, el embrujo neerlandés y la carestía de su familia. Entiendo que todas estas circunstancias convirtieron a Cruyff en un sesudo analista con alma de artista. Un hombre que parecía haber sido criado en una comuna deportiva o en la corte de Rodolfo II. Entre magos y tarotistas que le mostraban cómo trascender y volar con la pelota en los pies.
En realidad, más que jugar al fútbol, Cruyff hacía alquimia. Era un libre pensador en medio de una fila de obreros. Un brujo capaz de hacer estallar la racionalidad europea. Los límites del cartesianismo. Tanto es así que es de los escasos jugadores a los que se le considera ganador de una final perdida -la del Mundial del 74 contra Alemania- y acabó con un mal de ojo que parecía eterno -la actitud perdedora del F.C. Barcelona- conquistando tres ligas en el último partido y una copa de Europa en la prórroga. Haciendo de paso saborear a los aficionados las mieles del buen juego. Que cualquier espectador se emocionara con partidos imprevisibles repletos de goles y jugadas de fantasía que parecían haber sido cocinadas en la caldera de Gaudí y Picasso.
Cruyff en los 70 era el fútbol y probablemente también en los 80 y 90. Contempla uno imágenes suyas y siente que se encuentra en un film de Kubrick. Frente a algo trascendente muy difícil de clasificar, casi misterioso y sagrado.
No importa la ubicación de la cámara. Se percibe que allí donde se encuentra Cruyff hay cierta aureola. Que el periódico se ha convertido en un marco, la fotografía en un lienzo y que ese soldado parecido a un nibelungo desgarbado regía el cronómetro de los partidos y también de la vida.
Cuando uno observa a Diego Maradona, ve a un trapecista. El rey. Un ídolo. El mismísimo balón de fútbol hecho carne. Sin embargo, con el holandés se vislumbra algo diferente: la historia de un reino recuperado. Viejos mitos de la Europa protestante. Batallas en las empalizadas de castillos.
Cruyff jugaba de forma elegante e imprevisible. Era un cruzado. Combinaba la velocidad con la tranquilidad y conseguía que la mente fuera más rápida que las piernas. Creaba diagramas imposibles que a veces me recuerdan a lienzos de Vasili kandinski y otras, a pájaros de Miró. Animales mecánicos que emitían constantemente alaridos de genialidad. De tal modo que, según mi punto de vista, no es que existan cruyffistas o no cruyffistas. Hay gente feliz e infeliz. Un mundo donde el fútbol es arte y otro donde es resultados, títulos y dinero. Cruyff es eterno porque sin dejar de lado el segundo, apostó por el primero. Shalam
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