Según parece, El fill del corrector o Arre, arre, corrector es un libro. Una traducción realizada por Rubén Martín Giráldez de un breve texto de Adrià Pujol Cruells. Pero, en realidad, yo lo he leído (o más bien experimentado) como si se tratara de un disco. O más bien, como una sesión musical entre dos Djs en un bar oscuro y nocturno de Barcelona abierto hasta la madrugada, lleno de luces rojas y de chavales bailando con la cabeza perdida por la ingesta de unas cuantas drogas de diseño. Tal vez a esta impresión mía haya ayudado el que la editorial (los dueños de la discoteca para entendernos) en la que ha aparecido este inclasificable cacharrillo parecido a un cuatro pistas sea Hurtado & Ortega. Un sello para el que como deja claro su breve pero apetitoso catálogo, la música no posee una importancia secundaria sino esencial. Aunque lo cierto es que realmente pienso que el osado (y feliz) experimento de Giraldez y Pujol Cruells sin la presencia de sus productores y managers me seguiría de un modo u otro sonando a improvisación avant garde, señorial y canalla y a bebop posmoderno no importa dónde se hubiera editado.
De hecho, considero esta camiseta estampada por delante y por detrás como un cruce entre una melodía marciana de Barry Adamson y Pálido fuego de Vladimir Nabokov. Entre los discos de Sisa y Pau Riba y el Tristam Shandy. Entre una canción de Hidrogenesse y la carcajada de unos cuantos adolescentes al contemplar un lienzo de Antoni Tapies. Una demostración de que la literatura por lo general acostumbra a caminar unos cuantos pasos más atrás de la música (puesto que este arte es, en esencia, abstracto) pero al final, siempre encuentra la manera de aproximarse a sus confines. Y he de reconocer que, aunque hace un tiempo que The Chemical Brothers dejaron de interesarme (que no de gustarme), he sentido algo muy parecido al ponérmela que lo que experimenté cuando escuché por primera vez Exit planet dust en un cascado walkman durante un viaje en autobús. Fiebre, macarrismo, chulería y ganas de bailar. Neurosis química introduciéndose en mi cerebro y venas.
Para quien no sepa de qué va esto, decir que esta novela (o lo que sea) es un plato de disco muy bien niquelado. Una Jam Session a tres bandas entre autor, traductor y editores. Un carnavalesco, jocoso y desenfadado festín literario en el que las notas a pie de página tienen tanta o más importancia que el cuerpo central del libro. Un combate de boxeo durante el que Martín Giraldez transforma, homenajea y se revuelve constantemente contra el texto original de Pujol que traduce, añadiendo pasajes de su propia vida o cambiando palabras y expresiones a su antojo cuando le place, que provocan los lógicos enfados y comentarios irónicos y sarcásticos de Adrià mientras los editores intentan (en la medida de lo posible) ejercer de mediadores y árbitros y que la sangre no llegue al río. O al rostro de los lectores.
En realidad, era muy factible que esta bomba de queroseno naufragara pero no sólo no lo hace sino que al menos a mí me ha divertido tanto como las noches que pasé en aquel festivalillo (el Sonajero) creado por Astrud para luchar contra el totalitarismo hierático y moderno del Sonar. La fiesta intelectual obligatoria de la cultura progresista catalana. Sobre todo, por la voluntad transgresora de Pujol y Giraldez. Porque se toman el duelo como dos pistoleros. Como si fueran Faemino y Cansado interpretando un sketch sobre el Spaguetti Western.
Cada uno sabe desde luego muy bien su papel. Adrià es el ácrata nounocentista. El burgués que desearía destruir La Sagrada Familia y la editorial Anagrama y poner una bomba en el CCBB. Teatros -es un decir y un suponer- de algunas sus mejores actuaciones. De cafés con editores, firmas de contratos y choques de manos con escritores criticados por delante y por detrás. Es el independentista que no dejaría a un político independentista vivo. El catalán de pura cepa que mira con indiferencia a la lengua española. El hijo, sí, del corrector de Josep Plá. En definitiva, un escritor que, debido al oficio de su padre, experimentó prematuramente tanto el poder sombrío de su cultura como sus deseos de transformarla. Vio unas cuantas puertas abiertas para publicar y otras tantas manos señalándole sobre qué debía hacerlo. Y finalmente, se convirtió en un escapista. Un Houdini literario. Un gamberro cuyas chanzas no pillan a veces ni quienes le ríen las gracias ni quienes lo fustigan con sus críticas. Un inclasificable, tal y como demuestra el texto (no traducido) de Giraldez: una relectura en clave menor de El sexo de los ángeles que huele a novelita centroeuropea y en cierto modo, parodia y homenajea a todos esos textos que brotaron en la literatura occidental desde la célebre Carta a el padre de Franz kafka. El libro a través del que que muchos escritores encontraron la brecha para transformar sus traumas familiares en literarios. Una rama como cualquier otra de la literatura existencial.
Y por otra parte, Rubén Giráldez es el asesino. Es el lobo que amenaza desde el exterior a los nacionalistas españoles y catalanes. El lobo que amenaza a todos, absolutamente a todos los escritores del pasado y los del futuro. La cuchilla de afeitar y el vergajo. El chaval de provincias forjado en las escuelas públicas. Crecido en la huerta y en los barrios, escuchando hablar un lenguaje extremo y callejero lleno de bombas lingüísticas contra la alta cultura: un catalán mezcla de charnego y el francés de las novelas de Céline. Una lengua ofensiva y cruel que reivindicaba el dominio del pueblo y la sangre de los jornaleros que Giráldez utilizará para intentar destruir cualquier frase complaciente del texto de Adrià. Algo que hace con tanta vehemencia que finalmente, logra construir un texto autónomo que, en cierto sentido, es una continuación (o nota al pie) de su Magistral y a la vez, un preludio y extensión del ensayo con el título más pantagruélico de nuestra literatura reciente: Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos de Ben Marcus con unos pinitos de pedantería a cargo de Rubén Martín Giraldez.
De hecho, creo que este último libro es todavía más disfrutable si se acompaña de la lectura y atenta escucha de Arre, Arre traductor -(¿o era corrector?- que si no. Dado que, a mi entender, este experimento sonoro convierte, en cierto modo, a la intervención de Giráldez a propósito del debate de Marcus y Franzen en otra de sus novelas y no tanto un ensayo. Puesto que, al fin y al cabo, si algo queda claro es que sus libros (incluído Menos joven) no se encuentran protagonizados por unos personajes o él mismo sino por una voz literaria discontinua y salvaje que termina por canibalizar todo lo que encuentra en su camino. Una voz viva y extraña parecida a una guitarra distorsionada que continúa creando continuos orificios lingüísticos (a base de picotazos) en esa literatura acomodada moderna cuyos dominios y nariz son tan grandes como los de un elefante, de la que se permiten mofarse un poco tanto él como Adrià Puyol y Hurtado & Ortegaeditores en este guasón y visceral texto más indicado para leer en un after que en una biblioteca. Magia anárquica y ácrata. Shalam
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