Los dos conciertos a los que he asistido de David Byrne (Cartagena, 1994 y Murcia, 1998) aparecerían probablemente en mi lista de los 10 mejores de mi vida. Sobre todo, el primero.
David Byrne es el hombre perfecto y cuando se propone algo, por lo general lo consigue. Dos de sus libros –Diarios de bicicleta y Cómo funciona la música- son pequeñas joyas. Ensayos muy personales donde queda clara su manera de pensar y actuar. El primero es una maravillosa mezcla entre un tratado sociológico, un diario de viajes y un ensayo estético. Un elogio de la bicicleta redactado por un hombre inquieto y curioso, un flâneur contemporáneo, que casi sin quererlo, realiza una crónica sobre las mutaciones de las ciudades durante el último siglo. Y el segundo, es al mismo tiempo, una autobiografía y una historia del sonido. Un delicioso tratado que más que un libro parece un estudio de grabación. Un taller de artista abierto al público. Una muestra de la flexible y acuática mente de un hombre para el que la música es algo casi orgánico. La fórmula de la vida.
David Byrne no es exactamente un hombre del Renacimiento sino posmoderno. Creo, de hecho, que con permiso de David Bowie, es uno de sus mayores iconos. Alguien capaz de construir canciones que recuerdan a Marcel Duchamp y edificios minimalistas y de componer discos que pueden sonar tanto en los extrarradios de ciudades industriales como en teatros, chiringuitos y hoteles de África y el Caribe con absoluta normalidad. Se adaptan perfectamente al ambiente donde son escuchados y, al mismo tiempo, ayudan a componer paisajes imaginarios. Lo mismo hacen surgir bailarinas de los subterráneos que timbales y bombos de los frigoríficos.
Byrne es alguien tan intuitivo como cerebral. Un africano con corazón de físico y un matemático excéntrico. Alguien que no puede contener sus pies para bailar y al mismo tiempo, adora leer y escribir filosofía moderna. Su mente es un puzzle. Una pista de sonido. Se diría que tiene dentro una computadora conectado con varias recopilaciones de datos musicales que le ayuda a evaluar cuál es la mejor de las posibilidades para desarrollar una melodía. Y por ello creo que sus conciertos me asombraron tanto. Porque, a pesar de su destreza técnica y la perfección con la que él y su banda ejecutaron cada uno de los temas que interpretaron, Byrne parecía estar improvisando. Encontrarse gozando, en medio de un orgasmo artístico, pero al mismo tiempo, se percibía que estaba completamente consciente de lo que ocurría. Se encontraba atento a lo que demandaba el momento e iba haciendo girar los temas en un sentido y otro, como si fuera el director de una de aquellas ceremonias rituales que presenciara en Indonesia durante su juventud.
El concierto de Cartagena fue directamente, una utopía. A la ciudad portuaria llegó un Byrne contenido, un tanto resacoso de su faceta salsera y sabrosona, -estaba presentando, al fin y al cabo, su nocturno David Byrne– pero que, a pesar de todo, continuaba tocando su guitarra como si fuera un saxofón y los timbales como si fueran teclados. Y aquella noche nos dio un espectacular festín de futurismo, jazz y sonido New Orleans. Creo que hasta entonces, pocas veces había escuchado un sonido tan puro. Tanto, tanto que las notas musicales parecían de acero. Pero acero moldeable. Plastilina o incluso vaselina que conforme emergía de los instrumentos, se iba disolviendo por las butacas, convirtiendo el Teatro Circo en una habitación del cielo.
Byrne parecía haber salido de un cuento de hadas. Parecía un hipnotizador. Un seductor que no necesitaba de golpes de efecto para emocionar e iba tejiendo con sus movimientos y voces el tapiz de un concierto similar a una obra de arte. No sé realmente cómo describir lo que sentí. Fue como si hubiera penetrado en el país de las maravillas y todo fuera posible. En cualquier caso, lo que sí sé es que nadie a mi alrededor se quedó sentado, y que ese espectáculo lo hubieran disfrutado personas de todas las razas y extractos. Porque fue como una mezcla entre una sinfonía de Mozart, la música congoleña, el calypso, el merengue, el son cubano, el rock neoyorquino y el pop de arte y ensayo. Una locura en medio de la que, de tanto en tanto, aparecían clásicos de Talking Heads que, en vez de disolverse en la esquizofrenía, el caos y la insatisfacción contemporáneas, transmitían dicha, serenidad y paz.
Teniendo en cuenta el carácter aleatorio y movedizo de Byrne, se puede suponer que su concierto de Murcia fue bastante diferente. Acababa de sacar Feelings y, en cierto modo, estaba explorando las posibilidades de la electrónica. Flirteando con la música experimental, el ambient y los sintetizadores para retratar el mundo contemporáneo. Y al menos en Murcia lo consiguió. Porque convirtió por momentos el Auditorio en una discoteca y en otros, en una nave especial.
En realidad, más que un concierto, aquello fue una clase maestra. Una demostración de las posibilidades infinitas de mutar del pop que, sin dudas, hubiera hecho las delicias de Giles Delleuze. Fue casi una síntesis de lo acontecido en el campo de la música popular durante los 90 que además, en cierto sentido, nos preparaba para la decadencia posterior. Preludiaba ese mundo ariscamente retratado por Radiohead en Kid A. Porque tal vez no nos dimos cuenta en ese momento pero el recital no se sostuvo tanto por la música en sí misma -al menos no por los temas de Feelings– sino gracias a la capacidad de Byrne de convertir sus intervenciones en performances, piezas videográficas y teatrales. Conseguir que sus interpretaciones fueran más apropiadas para disfrutarse en medio de un museo de arte contemporáneo que en una sala de conciertos. Y que nos sintiéramos, por tanto, al terminar el recital, como si acabáramos de asistir a la exposición de un mago capaz de convertir sus lienzos y esculturas en canciones. Vanguardistas obras de arte futuro. Shalam
Al contrario que a David Bowie, no considero a Prince un genio sino la mismísima genialidad diluida en un cuerpo humano. Genialidad pura, instintiva...
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