En ocasiones, es suficiente con observar pequeños detalles para comprobar grandes cambios experimentados por una sociedad. Este viernes me acerqué junto a un amigo a un puesto de la ONCE cuyo vendedor era un señor que, en cuanto reconoció a mi acompañante, agarró la guitarra y comenzó a entonar una canción de Camarón con desbordado entusiasmo. Tras departir con él y echarnos unas risas, mi amigo y yo fuimos a un café, donde mi amigo me comentó que Rocky (ese era el apodo del trabajador de la organización de ciegos) se encontraba desde hace un tiempo enojado y triste con la mayoría de sus vecinos porque no le permitían mantener una radio fuera de su cabina con la que poder hacer sonar sus temas musicales favoritos por el barrio.

Obviamente, Rocky no tenía conciencia de que podía molestar a alguien. Simplemente, amaba el flamenco y los temas tradicionales de música española (Serrat, Rafael, Lola Flores) y deseaba compartir sus gustos con la gente en general. Algo que había estado haciendo desde que tenía uso de razón. Días y tardes en los que, entre melodías de Perales, Lole y Manuel o Julio Iglesias, iba vendiendo cupones con alegría y descaro. Algo que, sin embargo, desde hace unos meses, ya no era posible. Una prohibición que supongo que para muchos de nosotros será un justo de acto de civismo (que no niego) pero que a mí al menos me parece otro acto más de la lenta y progresiva despersonalización de la sociedad española.

Con cierta tristeza, comenté a mi amigo que si ese kiosco se encontrara en Buenos Aires, muy probablemente serían los vecinos los que le pidieran a Rocky que subiera un poco el volumen diario del transistor y que, de estar en México, Perú o Colombia sonaría a un volumen atronador. Tanto que las canciones procedentes de esa radio se confundirían con el medio ambiente y sería prácticamente considerada un sonido natural de tantos de los que sobrevuelan la atmósfera hispanoamericana.

Supongo que, entre la opción mexicana y la española, hay un punto medio deseable. Que entre el silencio total y el estruendo, debería existir un nivel de sonido aceptable que diera alegría y vida a los barrios. Y, sobre todo, identidad. Por eso empaticé con Rocky. Porque, a medida que las calles de España se quedan sin música, pierden vida y me atrevería a decir también que tradición. Y los que caminamos por ellas, vamos progresivamente olvidando quiénes somos. Nuestra historia. Nuestro folklore. Eso que nos hace gente. Gente. Pueblo. Shalam

الخوف هو الموت في أي لحظة

El miedo es la muerte en cualquier instante