Andrés Calamaro es el típico artista ciclotímico. Cuando se encuentra inspirado, roza la genialidad y cuando no, el ridículo. Casi no existen términos medios para un músico que también representa lo peor y lo mejor de Argentina. Un talento enorme fagocitado por un ego excéntrico de iguales dimensiones.
Calamaro es una mezcla entre un profeta aullando en el destierro y un sucio bohemio. Bob Dylan y Rubén Blades. Un stone enamorado de la música latina para el que sólo existen el cielo y el suelo. Su discografía funciona a ramalazos y obsesiones. Según su inspiración o ganas. Lo mismo se encerraba días enteros en el estudio sin dormir, alimentándose a base de drogas, que hacía gala de un descuido y una indolencia totales. A Calamaro le hubiera gustado ser torero. Perder un trozo de la piel cada vez que no conseguía escribir un clásico pero tuvo la mala fortuna de nacer músico. Una profesión en la que si uno consigue ganarse el favor del público y llegado a cierto punto, se le permite todo. Es más ídolo que profesional. Más un icono que una persona. Y puede vivir perfectamente del prestigio a poco que se aplique en el escenario. Ya que, por lo general, los fans no exigen a las viejas leyendas más que toquen los temas con los que se enamoraron o emborracharon y a ser posible que no los destrocen.
De entre todos sus discos, yo prefiero El salmón. Sobre todo, porque creo que refleja exactamente su personalidad. Es una obra excesiva, inmensa, intensa, deslavazada, febril, rotunda e irregular. Por momentos insufrible y por momentos extraordinaria. Un conjunto de canciones casi inabarcable e imprevisible lleno de salpicones de reggae, rock canalla, blues, tango, épica poética, ácidas, esquizofrénicas versiones de clásicos y hasta techno ochentero y vacilón. Una faena digna de alguien que estaba más fuera de la realidad que dentro cuando la grabó. Vivía encerrado entre cuatro paredes, casi como un prisionero o un vampiro, sin ver la luz del sol y con serio peligro de saltar por los aires si alguien le escondía una guitarra o su cuatro pistas.
Calamaro venía de grabar la que está considerada unanimamente su obra maestra, Honestidad brutal, y estaba empeñado en demostrar que todavía no había llegado a su cima creativa. Pero obviamente, lo hizo a lo Calamaro. Plantando en los morros de su discográfica cinco discos que eran un reflejo salvaje de su imagen. Un corte de mangas a medio mundo y un beso apasionado a los tiempos revueltos. A las musas y a las musarañas. A los excesos de los artistas dionisíacos.
No obstante, de Calamaro me gusta prácticamente todo lo que ha hecho. Desde sus amables, candorosos, melancólicos, inofensivos y meritorios primeros discos grabados en Buenos Aires o sus solitarias excursiones por los territorios del tango y la canción del autor hasta, por supuesto, los insonmes trallazos de rock sucio y visceral grabados con Los Rodríguez. Una banda que componía pegadizos himnos de carretera con asombrosa facilidad, transmitía peligro por todos sus poros e increíblemente gustaba tanto a las adolescentes como a los seguidores de Burning y el punk o a los fans del rock castizo y peleón. Logrando levantar el telón con idéntico brío en bares del alterne, prostíbulos, gasolineras, teatros y elegantes platós televisivos.
Obviamente, el gran problema de Calamaro siempre ha sido intentar canalizar su ingente creatividad. Controlar su magnética personalidad. Su intenso amor por los abismos del rock: las drogas y las mujeres. Dos vicios que él ha convertido en delirios. Y lo han llevado a protagonizar los accidentes y escándalos más sonoros de su vida. De los que, por otra parte, ha salido reforzado. Pues si alguien ha querido ser una rock star en el aburrido panorama del rock español actual y ha sabido asumir lo que supone serlo, ha sido él.
Desde luego, de lo que no quedan dudas es de que tiene «duende». Cuando Calamaro habla, suele ocurrir algo. Casi que se paraliza el tiempo o los animales se ponen nerviosos. Pero cuando se calla, también ocurre algo. El mundo parece girar a otra velocidad sin que se sepa por qué o para qué. A veces, escuchándolo hablar parece un estúpido. Y otras, la lucidez personificada. En ocasiones, se esconde de los periodistas. Parece un hombre tímido. Alguien que lucha por resguardar su alma de los peligros de la fama. Y otras, un exhibicionista. Alguien desesperado por ganarse el cariño del público. Adicto al elogio. Pero todas las impresiones que su persona pueda generar, acaban donde empiezan sus entrañables discos. Porque sus canciones huelen. Casi que se pueden tocar. Llevan aceite en su interior. Esa grasa que hace que el negocio del rock no se detenga varias décadas después de su invención. Muchas captan algo tan difícil como lo que supone vivir en Buenos Aires o Madrid. Y, asimismo, reflejan perfectamente las múltiples caras del amor y, sobre todo, del desamor. Son odas dignas de un animal herido. De un músico con una brutal capacidad de encabalgar feroces versos en medio de ritmos callejeros y pegar fuerte y duro tanto en las distancias cortas como en las largas. Alguien crecido en la marmita de la música popular y acostumbrado desde su infancia a cambiar biberones por tangos y temas clásicos folkies para sobrevivir. Preparado, por tanto, para convertir su día a día en un Apocalipsis y un escenario en una caldera.
Calamaro es un personaje entrañable. Nadie quisiera ser su amigo para no tener que enfrentarse a sus constantes neuras, pero todos quisieran conocerlo. Tomar un trago con él en un bar cualquiera a mitad de semana. Porque es uno de esos escasos músicos que se ha creído y experimentado punto por punto los mandamientos de la biblia rockera y además, los ha enaltecido. Tanto que hubo un momento hace unos años que el rock en español estaba dividido en dos líneas claras: el planeta Calamaro y el resto. Porque Andrés no era capaz solamente de componer impresionantes y pegadizos singles sino de tocar todos los palos posibles. Lo mismo remitía a Spinetta y a Charly García que a Jaime Urrutia. Lo mismo se convertía en un esquizofrénico crooner que parecía al borde de un ataque de nervios, un monstruo rabioso que pedía justicia y exigía paz y era capaz de violentar sus letras y garganta al máximo, que se convertía en un adusto y serio cantante. Un hombre maduro, reposado y solitario cuyo mesurado comportamiento era ideal para rememorar viejas andanzas de gauchos y peleas a cuchillo en las esquinas de un Buenos Aires de fábula. Otro más, en todo caso, de los innumerables disfraces de un artista cuya voz rasgada aún continúa cortando el aire al surgir de sus entrañas. Y, desde luego, sigue siendo capaz de lo mejor y lo peor. Requisitos imprescindibles para lograr que el rock continúe vivo. Un estilo que para seguir respirando necesita precisamente de descaro y rebeldía. De artistas como Calamaro que han hecho de su guitarra una metralleta con la que asesinar el aburrimiento. Shalam
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