George Best fue casi más un icono pop que un jugador de fútbol. Fue el Noel Gallaguer del balón. Un lienzo de Andy Warhol en movimiento. Un click de Famobil de carne y hueso con una capacidad única de llamar la atención. Realizar arrancadas por la banda parecidas a canciones de The kinks y goles de dimensión artística que trascendían el puro deporte.
Bob Bishop, el ojeador del United que lo descubrió, quedó absolutamente fascinado cuando lo vio jugar en las calles de Belfast y no tardó en pronunciar una palabra para definirlo -genio- que en su caso (y en la de muchos otros) fue tal vez más una maldición que una bendición. Porque a Best le faltó trabajo y consistencia. Disciplina. De haberla tenido creo que estaría disputándole el puesto de cuarto mejor jugador de la historia a Johan Cruyff y no tendría uno sino por lo menos un trío de balones de oro. Algo que tampoco creo que lo torturara ni fuera una frustración para él puesto que lo que le interesaba era vivir la vida al límite. Cambiaba de novia con la facilidad con que lo hacía de chaqueta. Dedicaba casi tanto tiempo a entrenar que a beber. Y le gustaba estrenar coche más que a los niños el chocolate.
George Best fue más un símbolo cultural que un deportista. Era un rebelde que poseía mayores concomitancias con Mick Jagger o Nino Ferré que con Pelé. Fue (y creo que todavía es) el bastión de una nueva era. No sólo fue el quinto beatle sino un hombre anuncio. El hombre que con dos o tres regates y miradas desafiantes convirtió el fútbol inglés en un coto de caza para publicistas. Un asunto mass-mediatico que trascendía el deporte. En este sentido, fue uno de los primeros deportistas neoliberales. Su look era muy exportable y sus dos piernas por tanto, no eran sólo instrumentos para correr, regatear o golpear un balón sino objetos de deseo que podían generar mucho dinero.
Por eso, más que un jugador, Best fue un póster. Su aspecto lo hacía ideal para aparecer en anuncios de colonia o whisky, decorar camisetas y empapelar paredes de adolescentes. En definitiva, para conseguir que el fútbol saliera de un territorio reservado a hombres de pelo en pecho, obreros y violentos desclasados y se abriera a todo el mundo. Convirtiéndose en una actividad «cool». De hecho, durante un tiempo, los partidos del United de Best, Law y Bobby Charlton (la Santísima Trinidad) eran una auténtica locura. Un orgasmo futbolístico que probablemente gustaba tanto a los que disfrutaban de las extravagancias de Miles Davis o Pink Floyd como a quienes no salían de su trabajo y los pubs. A quienes iban a las galerías de arte y contemplaban performances transgresoras como a los que buscaban dos horas de puro esparcimiento y diversión.
Como jugador, Best era emocionante. Imprevisible. En esencia, era un extremo clásico pero como era sumamente anárquico y tenía un temperamento vanguardista, iba dejándose caer por toda la zona de ataque o incluso alternando posiciones con sus compañeros hasta el punto de ejercer a veces de interior, otras de delantero centro o incluso de organizador. Su talento era tan puro que, sin ser consciente de ello por tanto, sus movimientos en el campo comenzaron a prefigurar de manera primitiva el fútbol total que años más tarde popularizarían Holanda y el Ajax. Aunque lógicamente lo de Best no tenía tanto que ver con un método como con la intuición y la inspiración e incluso con la diversión. Él no salía al campo a trabajar. Quería ganar, sí, pero no era lo principal. No tenía la mirada del tigre. La mentalidad competitiva espartana. Y por eso, tras conquistar una liga y la primera copa de Europa del United con una participación suya para los anales, se dejó ir. Se dedicó a vivir. A disfrutar. Y sólo a cuentagotas explotó su diabólico cambio de ritmo. Esas aceleraciones con el balón que provocaron el éxtasis en su época y al menos yo sólo le he visto hacer de forma parecida a Messi y Cruyff.
De hecho, el mejor Best, el jugador total, el mago imparable del balón, apenas duró dos o tres años. El resto de su carrera, que se alargó considerablemente y le llevó por medio mundo, fue un Best de segunda mano. Un Best que se saltaba entrenamientos, llegó a no acudir a algún partido por un romance y descuidaba su físico que, obviamente, aún así, gracias a su formidable talento, era capaz de hacer jugadas electrizantes, poner en pie estadios y marcar goles imposibles que parecían salidos del White album de The Beatles. Pero es que Best prácticamente siempre fue así. Cuando pisaba el césped, lo hacía como si accediera a una fiesta. Como si fuera a disfrutar de unos daikiris con sus colegas y de paso marcar algún gol al equipo contrario. Disfrutaba siendo adorado y de tanto en tanto hacía jugadas para la galería. Y si las cosas no le salían bien lo solucionaba dando una colleja al árbitro o escondiéndole el balón. Fumándose un porro con una de sus amantes entre revolcón y revolcón.
De más está decir que Best tenía alma de estrella de rock. Y que, teniendo en cuenta su vida de excesos, parece extraño que llegara a vivir 59 años. Lo más lógico es que hubiera fallecido tras una intoxicación alcohólica o haber participado en una orgía a la misma edad que Jim Morrison o Janis Joplin. En cualquier caso, no me sorprendería en absoluto que su tumba recibiera tantas visitas de mods y hippies como de amantes del fútbol. Porque el jugador norirlandés estaba en otra dimensión. Trascendió completamente la actividad a la que se dedicó y convirtió durante unos años los estadios en paraísos artificiales que su presencia convertía en peligrosos. Pues tras ver a Best jugar, no dan ganas ni de correr ni de darle toques a un balón sino de buscar una isla, una guitarra y dedicarse a beber ron en buena compañía, disfrutando de tanto en tanto de sus goles en un portátil. Shalam
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