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Anticristo

Nov 8, 2015 | 0 Comentarios

Más que un homenaje a Andrei Tarkovsky, Anticristo, –el absorbente film de Lars Von Trier- siempre me pareció un guiño espectacular a Stanley Kubrick. Una conversación con ciertas atmósferas diabólicas presentes en las películas del director norteamericano. Más concretamente en El resplandor. Tal vez porque en ambas obras, el horror era -no importa las atrocidades que contempláramos en pantalla- más psicológico que físico. Más simbólico y metafórico que real.

El resplandor era un retrato de la destrucción del núcleo familiar durante el capitalismo. Ese aniquilamiento salvaje que el invasivo mundo global comenzaba a llevar a cabo sobre el refugio tradicional de la comunidad. Jack torrance era el rostro fiero del hombre capitalista. Alguien incapaz de disfrutar en paz de un año sabático. Un señor que estaba siempre moviéndose, siempre actuando, siempre tecleando la máquina aunque fuese para repetir la misma frase una y mil veces. Siempre gritando y siempre necesitando hacer algo -fuera lo que fuera- a riesgo de enloquecer si no era así. Pero además, Torrance era una encarnación de la violencia doméstica. La fiera faz de los hombres guerreros luchando por no ser encadenados al ciclo del consumo. Un hombre aún sin afeminar. La constatación de la violencia con la que el capital se emplearía para destruir los nidos sociales y fraternales. Aterrorizar a sus hijos. Jack Torrance, sí, tenía como rostro el de Jack Nicholson pero hubiera podido perfectamente tener el de un billete de dolar.

En gran medida, Jack Torrance era un preclaro indicio de la futura esquizofrenia del mundo moderno. De esa estrategia política y económica que convertiría interesadamente a los hombres en lobos y demonios machistas contra los que la tierra debería protegerse para sobrevivir. Si es preciso, consiguiendo que las mujeres reaccionaran con idéntica violencia e igual carencia de sensibilidad, como pone de manifiesto Anticristo. Una película done el papel interpretado por Jack Nicholson, (Jack Torrance) le correspondía a una mujer, Charlotte Gaingsbourg. Una madre descompuesta tras la muerte de su hijo que urdía ansiosamente una tesis sobre el feminicidio en una cabaña perdida dentro del bosque llamada Edén.

El resplandor era, en cierto sentido, una aterradora visión de cómo el capitalismo (un solitario y espectral hotel levantado sobre sangre) estaba comenzando a utilizar el violento machismo de ciertos hombres para destruir el Edén: la unión de sexos y ese paraíso al que aspira toda familia. Y, de otro modo, Anticristo era una puesta en imágenes de un proceso contrario pero complementario. La utilización del feminismo como último eslabón para destruir el mundo conocido. Toda comunicación posible entre los sexos, simbolizada tanto por el intento de castración y la completa inmovilización del personaje interpretado por Willem Dafoe como por la forma salvaje con la que Charlotte se cortaba el clítoris. Ansiando finalizar con las raíces de la vida.

En realidad, tanto El Resplandor como Anticristo reflejaban la historia de una posesión. Convertían los edificios capitalistas en catedrales del mal. Pero, como ya he dejado dicho, El resplandor ahondaba en la esquizofrenia masculina (o machista) y Anticristo en la femenina (o hembrista). Por lo que en el filme de Von Trier, la acción no se desarrollaba en los espacios opresivos de la ciudad moderna sino en los bosques: símbolos de la naturaleza, la madre tierra y el cuerpo femenino libres y sin moral. En total libertad.

Anticristo era un catártico lienzo expresionista, un visceral, retrato que explicaba simbólicamente, a través de cruentas, sangrientas imágenes, crisis de nervios, monólogos que rememoraban el cine de Bergman o histéricos gritos perdiéndose en el infinito, hacia dónde conducen las reivindicaciones femeninas sin el varón (o un varón débil). En qué pozos oscuros puede acabar transformándose un mundo femenino sin hombres: el sadomasoquismo y el nihilimo. Dos de las vertientes, al fin y al cabo, más en boga durante el siglo XXI, que Von Trier tenía el talento de explorar metafóricamente. Como si fueran frutos del aliento de Satanás o de los amarres espirituales realizados por las fuerzas, potencias malévolas que dominan el mundo material.

Von Trier filmaba como un gnóstico. Como si el mundo perteneciera a Yaldabadaoth. Un dios posesivo, necesitado de mujeres dominantes, agresivas y violentas para poder esclavizar el mundo. Controlar sociedades cada vez más atomizadas, desesperadas, aniquiladas espiritualmente y sometidas a un lavado de cerebro histórico que es, en el fondo, el camino más rápido hacia un Gran Hermano Global. Un sistema totalitario imposible de implantar sin la guerra de sexos o ese feminismo radical que es, en gran medida, fruto de la penetración del Estado y la publicidad en el cuerpo de una mujer fracturada entre su deber, placer, deseos, reivindicaciones, luchas y naturaleza. Un conflicto que desata su psicosis y la obliga a reafirmarse a través de la violencia. La reivindicación estéril o la amenaza de castración para intentar acabar con el mundo masculino rehén igualmente del mismo sistema. Idéntico demonio.

En suma, si kubrick exploraba los fantasmas del asalariado trabajador capitalista y la psique perversa de sus intelectuales, Von Trier indagaba en los de la mujer liberal capitalista. O más bien, neoliberal.  Esa que se ríe de la virginidad, ensalza el sexo y se siente víctima de un dios varón cuyo pene la atravesó en cientos de hogueras a lo largo de los siglos. Esa que desprecia por igual el cristianismo y la revista Playboy y agarra el cuchillo cada vez que hay un debate o una réplica a sus propuestas. Cada vez que alguien intenta darle un beso, follársela, provocarla o amarla, o encuentra a un hombre que le recuerda al padre o al hermano. Ese familiar que no duda en indicarle que tal vez no tenga razón en sus premisas.

En Anticristo, en esencia, Von Trier filmaba un proceso de posesión social: el de la mujer moderna. Insistiendo en recalcar que Occidente se encuentra embrujado, y de ahí su depresión y decadencia. Que reine entre nosotros el caos. Pues, al fin y al cabo, nuestro sistema encumbra (o al menos transforma en heroína de la libertad) a la mujer que aborta por encima de la que da a luz. Una puerta abierta al reino del Anticristo, la melancolía y la ninfomanía. Al fin del mundo. Shalam

ما حكّ جْلْْْْْدك مثل ظْفرك

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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